Durante los temporales y las mareas vivas, en algunas playas del norte afloran unas manchas negras que muchos confunden con chapapote. Con la mejor intención, hay quienes se lanzan a recogerlas creyendo que están limpiando la costa de residuos contaminantes. Pero lo que están retirando no es un vertido, sino un tesoro geoquímico: turberas y bosques fósiles.

Estas manchas oscuras son restos de antiguos humedales que han quedado conservados durante milenios bajo capas de arena. Solo emergen cuando la dinámica litoral se altera de forma extrema, como cuando la pleamar es más alta de lo normal y la bajamar más baja, algo que sucede durante las mareas vivas, cuando la acción gravitatoria de la Luna y el Sol se alinean sumando sus efectos, provocando el desplazamiento de la arena. Aunque el aspecto de las manchas sea aceitoso y oscuro, no se trata de hidrocarburos, sino de materia vegetal parcialmente descompuesta que ha quedado atrapada en condiciones de baja oxigenación y acidez. Su nombre técnico es turba, y es el primer estadio en la formación del carbón.

Desde el punto de vista geoquímico, las turberas son ecosistemas extraordinarios. La turba está compuesta principalmente por carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y azufre. Estos elementos provienen de los restos vegetales que, al acumularse en ambientes anóxicos (sin oxígeno) y ácidos, sufren una transformación llamada humificación. La humificación es un proceso bioquímico por el cual la celulosa, la lignina o los taninos de la materia orgánica fresca (hojas, ramas, raíces…) sufre una degradación microbiana y posterior polimeración de los productos intermedios hasta formar lo que se conoce como sustancias húmicas: ácidos fúlvicos, húmicos y huminas. La humificación se diferencia de la mineralización (proceso por el cual se descompone completamente la materia orgánica en CO₂, agua y sales minerales) porque no se completa, lo que permite la preservación de carbono en el medio. Las sustancias húmicas no tienen una estructura química definida, pero guardan en común que son compuestos de alto peso molecular, con grupos funcionales como ácidos carboxílicos, fenoles y quinonas, con alta capacidad de intercambio catiónico, por lo que desempeñan un papel fundamental en la fertilidad del suelo, la retención de agua y la movilidad de metales y compuestos tóxicos. Son capaces de retener metales pesados, capturar nutrientes y actuar como filtros naturales, contribuyendo a la calidad del agua y al secuestro de contaminantes.

Las turberas cubren solo un 3% de la superficie terrestre, pero almacenan aproximadamente el 30% del carbono del suelo del planeta, más que todos los bosques juntos. Este almacenamiento se debe a la lenta descomposición de la materia orgánica, que en estas condiciones queda atrapada sin liberar dióxido de carbono. En un contexto de cambio climático, conservar turberas no solo es conservar paisaje: es conservar carbono.

Estos depósitos, además, tienen una función clave como archivo climático. Al preservar polen, hojas, ramas, semillas o incluso troncos completos, las turberas permiten reconstruir la vegetación y el clima del pasado. En el litoral cantábrico, las turberas emergentes se formaron entre hace 7000 y 2000 años, cuando el nivel del mar estaba de 2 a 3 metros por debajo del actual. A medida que el mar ascendía, las marismas quedaron cubiertas por dunas y arena, enterrando estas formaciones. Su aparición hoy nos permite estudiar los cambios en el nivel del mar durante el Holoceno y entender mejor la evolución costera.

Las aplicaciones de la turba van desde su uso como sustrato en jardinería hasta fuente de energía tradicional. Su uso más extendido en la actualidad es la jardinería y la horticultura porque la turba ligera y ácida, especialmente la de esfagno, es un componente básico en sustratos para plantas, retiene bien la humedad y los nutrientes, mejora la aireación del suelo, está libre de patógenos, y se emplea para germinación de semillas, cultivos en maceta y acondicionamiento de suelos pobres. En el norte de Europa, históricamente se usaba como material de construcción, como aislante térmico para cubrir tejados y paredes de cabañas, ya que su estructura porosa retiene el calor y aísla del frío, y como material estructural, mezclada con arcilla o paja servía como componente en muros o cimientos de viviendas rurales.

También se usaba como combustible doméstico porque arde lentamente, por lo que sirve para la calefacción y la cocina. En el siglo XX, algunos países como Irlanda, Rusia y Finlandia incluso desarrollaron industrias energéticas basadas en la extracción de turba para plantas termoeléctricas. También se utilizaba en tratamientos dermatológicos por sus propiedades antiinflamatorias, en balnearios y en formulación cosmética. La turba también tenía aplicaciones industriales como el tratamiento de aguas, para atrapar metales pesados y contaminantes orgánicos, para fabricar fertilizantes o filtros para acuarios. Sin embargo, su extracción indiscriminada tiene efectos negativos sobre el clima y la biodiversidad, ya que libera el carbono almacenado y destruye un ecosistema que tarda miles de años en regenerarse. Por eso, su uso masivo en jardinería hoy en día está siendo cuestionado.

Confundir una turbera con chapapote no solo es un error, puede tener consecuencias irreversibles. Por eso es tan importante el conocimiento científico, también a pie de playa. Si ves una mancha negra al remover la arena, antes de recogerla con una pala, pregunta a los lugareños, usa las redes sociales para preguntarle a un geólogo, o consulta en internet si esa playa está catalogada como Lugar de Interés Geológico. Porque limpiar el litoral sin saber qué estás limpiando puede acabar siendo más dañino que cualquier vertido. El conocimiento científico también ayuda a no destruir, por ignorancia, la historia geológica escrita en nuestra propia costa.