Katalin Karikó y Drew Weissman acaban de recibir el premio Nobel de Medicina por sus descubrimientos sobre las modificaciones de los nucleósidos que permitieron desarrollar vacunas de ARN mensajero eficaces contra la covid-19. Fue un descubrimiento que llegó justo a tiempo para salvar millones de vidas, pero que se estuvo gestando durante décadas. Es posible que este hallazgo sirva en el futuro para lidiar con tumores y con los virus del sida. Por fortuna, ahora las investigaciones sobre el ARN mensajero cuentan con financiación suficiente, algo de lo que carecieron los científicos premiados durante la mayor parte de sus carreras investigadoras. La historia de este descubrimiento es también una historia de la lucha de clases, de cómo la desigualdad social y la precariedad laboral retrasa e impide el progreso de la ciencia y, por tanto, de la humanidad. Katalin Karikó llegó hasta aquí por su talento y su perseverancia, pero si hubiese contado con un colchón económico, habría llegado antes y con una vida mejor, mejor para ella y para el mundo entero. Este premio me hace pensar en cuántos descubrimientos se habrán quedado a medio camino por falta de padrinos y de apellidos. Para las profesiones creativas, ya sea la de científicos que investigan en ciencia básica o la de artistas, la meritocracia es una ficción.

Katalin Karikó nació en Hungría en 1955 en una familia muy humilde. Vivían en una pequeña casa sin electricidad ni agua corriente. En 1982 se doctoró en bioquímica en la universidad pública de Szeged. En 1985 emigró a Estados Unidos con su hija de dos años. Había conseguido un modesto contrato de investigación postdoctoral en la Universidad de Pensilvania. No podía sacar de su país más de 100 dólares, así que vendió su coche y escondió el dinero en el peluche de su hija. En el mundo científico hay quien llama "estancia en el extranjero" a irse a trabajar a otro país, pero es más honesto llamarlo emigración. En Pensilvania comenzó a trabajar con el ARN mensajero. Lo hizo concatenando contratos inestables, cambiando constantemente de laboratorio y de grupos de investigación, con líneas de financiación deficientes y, mientras, veía cómo sus superiores se iban marchando en cuanto encontraban una oportunidad laboral mejor. Hasta que en 1997 conoció a Drew Weissman en la sala de fotocopiadoras, un nuevo profesor titular de la universidad que estaba investigando sobre vacunas. Karikó le dijo que ella era una de las personas que más sabían de ARN mensajero, y a partir de ahí empezaron a colaborar. Fruto de ese trabajo en equipo, en 2005 llegaría el primer gran hallazgo de la pareja.

El ARN mensajero (ARNm) es un tipo de material genético que todos tenemos en el cuerpo. Dentro de cada una de nuestras células hay material genético, que es como el libro en el que está escrita nuestra biografía e instrucciones de funcionamiento. En el núcleo de las células este libro es el ADN. El ARN mensajero es el encargado de trascribir el ADN, hace algo similar a tomar apuntes del libro. Esos apuntes se traducen en proteínas. La traducción la hace el ARN ribosómico (ARNr) en unas bibliotecas llamadas ribosomas, donde el ARN de trasferencia (ARNt) hace de intérprete para colocar y transportar los aminoácidos que conforman las proteínas, como quien ordena las palabras de una frase para mantener su sentido original.

El ADN se escribe con cuatro letras, cada una corresponde a una molécula diferente: A (adenina), C (citosina), G (guanina) y T (timina). Cada letra solo se puede emparejar con otra formando sílabas: la C con la G, y la T con la A. Este sistema de sílabas sirve al ARNm para copiar el ADN, simplemente colocando al lado de cada letra la pareja que le corresponde. En el ARN hay una letra diferente, la función de la T (timina) la hace la U (uracilo). Cada una de las piezas letradas que componen el ARN se llaman nucleósidos.

En los años 90 comenzaron a probarse vacunas con ADN y ARNm. Lo que hacen las vacunas es entrenar al sistema inmunitario, preparándolo para lidiar con un patógeno (virus, bacteria, etc.). Cuando un patógeno nos infecta, el sistema inmunitario lo reconoce gracias a los antígenos que tiene en su superficie, que son como la huella dactilar del patógeno, una seña de identidad inequívoca. El sistema inmunitario estudia el antígeno y organiza una respuesta para eliminarlo. A veces no da tiempo a montar una buena respuesta antes de que la enfermedad se manifieste. Sin embargo, en muchos casos cuando el patógeno vuelve, ya hay una respuesta inmunitaria preparada, más rápida y coordinada. Esta respuesta tiene forma de diferentes células: linfocitos B (fabrican anticuerpos que se unen a los antígenos, dejando al patógeno marcado con una diana de muerte), linfocitos T (hay varios tipos, los linfocitos T CD8+ que destruyen las células marcadas, y los linfocitos T CD4+ que coordinan la matanza), macrófagos (comen patógenos), células dendríticas (células presentadoras de antígenos, que avisan a los linfocitos de su presencia), etc. La idea de las vacunas es introducir en el cuerpo algo semejante al patógeno, capaz de entrenar la respuesta inmunitaria, pero sin la capacidad de desarrollar la enfermedad. Una manera podría ser introducir directamente el antígeno, solo el antígeno, sin el resto del patógeno; pero esto no se puede hacer directamente, no se pueden meter antígenos en el cuerpo y esperar a que el sistema inmunitario los reconozca y se ponga a trabajar. Así que lo que se hace es utilizar la maquinaria de las células para que ellas mismas fabriquen los antígenos. Para eso hay que darles instrucciones a las células, y esto se puede hacer con un lenguaje que saben leer: material genético en forma de ADN o ARN. Así, las células leen el material genético, fabrican los antígenos siguiendo las instrucciones, y el sistema inmunitario despierta, estudia y coordina una respuesta defensiva sin que haya un peligro real de enfermedad. Así es como funcionan las vacunas de ADN y ARN.

Las vacunas de ADN parecían más prometedoras que las de ARN porque el ADN es más estable. Sin embargo, el ADN tiene que recorrer un camino más largo: tiene que llegar al núcleo celular, transcribirse en ARNm y escapar del núcleo para lograr la expresión de los antígenos. Hacer vacunas con ARNm acorta el trayecto. El problema del ARN es que es muy inestable, y además el sistema inmunitario lo reconoce como exógeno (mediante los receptores de Toll o TLRs) y se vuelve contra él tratando de destruirlo.

Lo que lograron Katalin Karikó y Drew Weissman en 2005 fue disfrazar el ARNm para que pareciese material genético propio, pasando desapercibido a los TLRs. De ese modo las células seguirían las instrucciones del ARNm para fabricar los antígenos que entrenan al sistema inmunitario, creando una protección ante un patógeno con el que no han entrado en contacto. Lo que hicieron fue probar ARNm con diferentes nucleósidos para comparar la respuesta que daba cada uno de ellos. Comprobaron que solo el nucleósido con U (uracilo) inducía una respuesta de las células dendríticas, es decir, los TLRs lo detectaban. Así, pusieron un disfraz químico al uracilo, la pseudouridina (N1-metilpseudouridina, m1ψ), una molécula químicamente muy similar al nucleósido de uracilo, tanto que la célula lo trascribe como si lo fuera, pero suficientemente diferente para evitar ser reconocida por los TLRs. Además, la pseudouridina aporta estabilidad química al ARN y aumenta la expresión de proteínas, así que es como un disfraz de superhéroe.

Hoy en día la pseudouridina es el nucleósido modificado más utilizado en la producción de vacunas de ARN, incluidas las vacunas contra la covid-19 de Moderna y de Pfizer-BioNTech. El otro aporte importante de la química al desarrollo de estas vacunas fue proporcionarles un vehículo que transporta el ARNm al citoplasma de las células, y que se puede administrar por vía intravenosa, intramuscular o intradérmica. Para eso emplearon liposomas nanoparticulados, unas pequeñas vesículas con una membrana hecha de fosfolípidos, colesterol y polietilenglicol capaces de albergar ARNm en su interior.

En la actualidad hay varias empresas biotecnológicas centradas en el estudio de las vacunas de ARNm, la mayoría fundadas durante la primera década del 2000. Si no fuese por la tozudez de estos investigadores, estos hallazgos habrían tardado más en llegar a la sociedad, o quizá no habrían llegado nunca. Es la tozudez de algunos científicos que trabajan en ciencia básica, los que no esperan que sus hallazgos vayan a tener una aplicación futura, sino que generan conocimiento por el valor del conocimiento en sí mismo. Y es que pocas cosas hay más nobles en la ciencia que esa, la de mantener un compromiso sin fisuras con el conocimiento. Es una tarea a la que felizmente se pueden dedicar aquellos que se lo pueden permitir, y los que no pueden, pasarán frío o abandonarán con el trabajo a medias. Katalin Karikó por fin cuenta con una buena plaza en la universidad de Pensilvania, es la vicepresidenta de BioNTech y ha ganado un premio Nobel. Que nadie cuente esta historia como un ejemplo de meritocracia porque, a pesar de ser una historia con final feliz, es una historia sobre la desigualdad social.