Una denuncia por violación cada cuatro horas en España. Seis violaciones al día. Seis vidas que no serán lo mismo. Y son muchas más, porque los datos nos dicen que sólo se denuncian el 11% de las violaciones. El mal está aquí, cerca, oliéndonos el cogote. Y nosotros le aplaudimos.

Los presuntos violadores de Burjassot salieron de comisaría y era de noche. Lucían ropa de deporte y fueron recibidos con vítores y aplausos. Como si aquello fuera la sala de llegadas del aeropuerto y quien apareciera llevaras mucho tiempo sin verlo. Como el artista al que la luz enfoca en cuanto sale del escenario. Jaleados, celebrados. Mucho ánimo, les dijeron. Y a mí se me revolvió el estómago.

Educar es una apertura constante de melones que no apetecen. Insistir en lo que está bien y lo que no. Repetir una y otra vez lo sencillo: “¡Lávate los dientes!” “¿Cuántas veces tengo que decirte que te duches?” “¿Por qué no te escucho repasar el examen?”.

Pero con otros asuntos la pereza te vence, a veces también el pudor, o la respuesta que recibirás cuando intentas hacer lo correcto. Cuando, en medio de la cena, o cuando compartes sofá y buscas tu hueco, decides que la conversación girará en torno a por qué hay hombres que conciben el sexo como agresión grupal. Por qué no entienden el no. Por qué no entienden que el silencio es un no. Qué significan las palabras consentimiento, cosificación, delito. Por qué cuando mi madre me decía de adolescente “cuidado con lo que te echan en la bebida” entonces me provocaba risa y ahora me hace temblar de miedo.

Si uno de mis hijos saliera de comisaría una noche por el mismo motivo que los detenidos en Burjassot, no aplaudiría. Más bien me estallaría la cabeza y el pecho por la culpa. Me preguntaría qué he hecho mal, lamentaría las veces que me abatió el cansancio, me torturaría al pensar que las buenas intenciones no fueron suficientes. Me sentiría un fracaso.

Y se me sigue removiendo el estómago cuando observo a otros adultos que no son familiares ni amigos de los detenidos. Los que hacen pública la identidad de las víctimas, los que dicen que tan mal no estarían cuando en redes sociales salen poniendo caritas o se las ha visto pasear e incluso esbozando una sonrisa. ¿Se acuerdan de la víctima de la Manada?

Revictimizar a una niña a la que han agredido sexualmente nos convierte en un montón de cosas que mi educación me impide poner por escrito. Poner el foco de la culpa en una niña de 12 años por tontear con desconocidos, por servirse de las redes sociales para zorrear (porque es lo que esgrimen algunos de estos malnacidos) es de una vileza atroz. Como si tontear con alguien conllevara que tengan que venir seis tipos a agredirte uno tras otro aunque a ti no te apetezca. Tú te lo has buscado, pensarán. A quién se le ocurre, dirán.

Nos queda un larguísimo camino. En educar a nuestros hijos y en reeducarnos a nosotros mismos. Para evitar que al leer la noticia que publica La Sexta sobre el intercambio de mensajes de una de las víctimas con una amiga – ese escalofriante “ahora me toca a mí”- no traiga reacciones que vuelvan a poner el foco en ellas. Por qué no llamó a la policía, nos preguntaremos. Por qué la amiga no hizo algo al respecto, protestaremos.

Y mientras, varios tipos repartiéndoselas a suertes, como habrán visto que pasa en tantas escenas de pornografía. Varios tipos que no habrán visto ni escuchado a sus padres abrir ese melón. No habrán debatido con ellos por qué el sexo no es humillación, por qué es un delito hacer lo que hicieron. Por qué hay otros planes que hacer una noche cualquiera con amigos. Por qué hombres y mujeres somos iguales. Por qué nosotras no somos mercancías.

Pero nadie habrá conversado sobre eso en el sofá de casa. Mejor optar por el silencio y los aplausos.