"Estamos cerca de una central nuclear, no sé si aquí hay radiación", pregunta Emilio Doménech a Germán Orizaola, profesor de Zoología de la Universidad de Oviedo, que está metido de rodillas para abajo en una de las charcas que hay alrededor de Almaraz, en Cáceres. "Sí", responde él con tranquilidad mientras se moja.

Y tiene razones para estar tranquilo. El profesor tiene un dosímetro que le dice en cada momento la cantidad de radiación que hay en la zona. "¿Cuánto marca?", le pregunta a Nanísimo. "0'1", responde el presentador. "Lo mismo que tengo yo en mi despacho de la universidad".

Es por ello que en Almaraz no hay ranas negras (o, al menos, son muy difíciles de encontrar), no como en Chernóbil, cuando, después del accidente nuclear de 1986, proliferó mucho este tipo de anfibios. "Como hemos visto en nuestros trabajos, son mucho más abundantes allí". El motivo de esta coloración oscura no es otro que la supervivencia. "Las protege de la radiación".

Así, el hecho de que sean de color negro no significa que sean radiactivas, sino que pueden protegerse en caso de estar expuestas. "Lo que tienen es más melanina. Más melanina, más protección", explica el experto. "Están más protegidas, han podido sobrevivir mejor y reproducirse mejor. Es un proceso de selección natural, de evolución en tiempo real tipo Darwin".

Pero no solo las ranas sufrieron los efectos de la catástrofe natural de Chernóbil. Todo el medio ambiente se vio afectado y fulminado en el momento de la explosión. "Hay zonas que sufrieron un impacto muy importante, como el famoso bosque rojo. En una superficie de 4 o 5 kilómetros cuadrados todos los pinos murieron, se quemaron por la radiación", cuenta el profesor. A día de hoy, ese bosque sigue siendo la zona más radiactiva del planeta, pero la naturaleza ha vuelto a vivir en ella. "Hay linces, lobos y una cantidad de vida salvaje importante" dentro de la zona de exclusión, en la que no viven seres humanos.

"La vida se abre camino de manera espectacular en cuanto la dejamos", concluye.