Actualmente es placer, pero antaño era salud. Hace 150 años, las playas tenían otra función: valían para pasear, pero eso de meterse en el mar imponía mucho.

Todo cambió con la epidemia de cólera que recorrió Europa en la mitad del siglo XIX. Una corriente científica fomentaba meterse en el mar. Se llamaban 'baños de olas' y servían para combatir el asma, la depresión o los problemas circulatorios.

En nuestro país, Santander y San Sebastián fueron las primeras en popularizar esos baños con un excelente reclamo publicitario: la visita de la monarquía de la época.

En la capital donostiarra, la reina Isabel II instaló su residencia veraniega al lado de la playa de la Concha en 1845. Se instauró un turismo elitista y se construyeron diferentes edificios para acomodar a la burguesía.

Porque entonces no valía con quitarse las chanclas e ir en busca del Cantábrico. A los reyes se les llevaba directamente al mar con una caseta que se adentraba en el mar con raíles.

Santander vio el filón del turismo de mar y lo aprovechó y por eso construyó el Palacio de la Magdalena. De hecho, Alfonso XIII trasladó allí su residencia veraniega entre 1913 y 1930 y la moda caló. La gente dejó de ver la playa como un lugar para pasear y empezó a meter los pies en el mar.

Pero había reglas y muy férreas porque lo de "¿te ha hecho ya la digestión?" no es una frase de madre. Hace siglo y medio había que esperar tres horas después de comer para poder bañarte y nada de tomar el sol.

Estar bronceado era algo reservado a las clases bajas, a los que trabajaban en el campo. Por eso había que volver de la playa lo más blanco posible. 150 años después la moda ha cambiado pero el objetivo es el mismo: disfrutar de las bondades del mar lo máximo posible.