Hasta el mes de junio, mínimo, no podré ir a ver a mi madre, que vive en una residencia, a pesar de que ella dio negativo y con anticuerpos para el covid-19. Lo entiendo, la verdad. Es tan terrible lo que ha ocurrido en las residencias de Madrid que es normal que se extremen todos los protocolos. Es muy doloroso porque voy a pasar tres meses sin encontrarme con ella. Lo hablábamos el otro día: nunca en nuestra vida habíamos estado tanto tiempo separados, y yo tengo 41 años y mi madre 79. Ella lo lleva con una entereza increíble, a pesar de que ha visto mucha muerte a su alrededor. Nació en la posguerra y las pasó putas, así que supongo que está mucho más preparada para todo esto que yo.

Ayer salí por primera vez con los niños. Creí que sería bueno para ellos, para mi madre y para mí que fuéramos a la calle donde está la residencia y que ella se asomara a la ventana y pudiéramos vernos. Miré en Google Maps si estaba a menos de un kilómetro de casa y sí, por los pelos, pero está. Como era la primera vez que salía con H y M estaba nervioso y sobreactuando todavía más en esta pandemia: mascarilla, bote con alcohol de 70 en el bolsillo con el que me lavaba mis manos y las suyas las pocas veces que tocamos algo (una vez cada uno, fue el resultado) y la obsesión de que no pusieran sus manos sobre nada.

Fuimos jugando a hacer carreras y no sé cuántas movidas más hasta que llegamos enfrente de donde mi madre. No había ni un alma en la calle ni apenas pasaban coches, por lo que, aunque vive en un quinto piso, nos oíamos. "¡Te echamos mucho de menos, abuela!", "¡tenemos muchas ganas de verte!", "¡te hemos preparado un regalo para cuando te podamos ver!", gritaban los niños. Empezó a salir gente a las ventanas a ver el espectáculo, que supongo que visto desde fuera tenía que ser precioso. Lo fue, así lo sentí yo, que os podéis imaginar la llorera que me agarré. Me dura hoy.

Pero ¿sabéis lo que pasa? Que repaso minuto a minuto lo que ocurrió y me invade una tremenda tristeza y la más terrible de las nostalgias. Cuando para salir a la calle no había que tener miedo y precauciones psicopáticas, cuando podíamos abrazarnos, cuando veía a mi madre y hablábamos de otras cosas que no fueran esta mierda. Echo de menos hasta los días en los que H y M me montaban un pollo porque querían seguir jugando y pasaban de ir a ver a la abuela. No extraño salir, ni los bares, ni el trabajo, ni el tiempo para mí, ni nada.

Solo quiero no tener miedo y sentarme a tomar un café con mi madre, viejilla y enferma, y ver Sálvame con ella y que me diga que no le gusta, pero que lo ve porque no hay otra cosa, cuando en realidad le encanta. Van a ser tres meses sin poder hacerlo y curiosamente se me hace más cuesta arriba desde ese precioso momento gritándole a su terraza. Porque en estos tiempos, hasta los buenos momentos están bañados de un desgarro irremontable.