Ocurrió hace unos días. Yo estaba en la barra de la cantina de la Jefatura Superior de Policía de Madrid, hablando con un viejo amigo, hoy uniformado y que no hace mucho combatía de paisano a las mafias de Europa del Este de la capital. Un hombre de voz y rasgos curtidos por el paso del tiempo y por muchos años de servicio, se dirigió a mí: "Te conozco desde hace treinta años, aunque tú no te acuerdas de mí", me dijo. Le miré de arriba abajo y, ciertamente, no le reconocí. "Soy Stevie, de la Central de Estupas".

Sus palabras me proporcionaron un viaje en el tiempo que me llevó hasta los últimos años de la década de los años 80 del siglo pasado. Yo daba mis primeros pasos como reportero de sucesos en el diario Ya y gracias a la generosidad de mi maestro, Jesús Duva, se me abrieron las puertas de la Brigada Central de Estupefacientes, que entonces estaba compuesta por un puñado de jóvenes inspectores, aguerridos y con el aire chulesco que aún lucía Stevie tres décadas después. Aranda, Villar, Ulla, Simmons, Stevie, San Román, Eloy, Barrado, Guti…, bajo el mando de uno de los policías más listos que he conocido, Alberto García Parras, pusieron los cimientos del que hoy es el más reconocido servicio anti-droga de Europa. Aquellos tipos trabajaban en su entonces recién estrenada sede de Canillas sin teléfonos inteligentes, Internet, ni nada parecido, y la cooperación internacional –la que hace posible controlar a un barco desde su puerto de salida– era una utopía. Los servicios de la BCE llegaban tras interminables horas de espera y vigilancias en las que los policías respiraban la misma porción de aire que sus objetivos, miles de kilómetros de persecución y seguimientos a los traficantes a bordo de coches mucho peores que los de los malos y mucho olfato y oficio. No había más receta que esa y, a lo sumo algún buen chota, cuando aún faltaban muchos años para crear los grupos de fuentes, tal y como se llaman ahora a los encargados de captar confidentes. Los fundadores de la BCE dieron los primeros golpes serios a las mafias turcas y colombianas que comenzaban a utilizar nuestro país como base de operaciones. En aquellos años 80, los alijos empezaron a contarse por cientos de kilos y se incautó la primera tonelada de cocaína.

Recuerdo mis visitas a la sede de la BCE, donde siempre había una actividad frenética, fuese la hora que fuese y en ocasiones pasaba por allí más allá de las diez de la noche, al cerrar la primera edición, en busca de un nuevo dato o de una foto que colocar en la segunda edición. Los policías iban de una mesa a otra cargados de papeles, se sentaban frente a rudimentarios ordenadores y se ponían auriculares para escuchar las conversaciones de sus objetivos. Las paredes estaban empapeladas con enrevesados diagramas en los que había fotos de gente mal encarada, con sus nombres o apodos debajo. Yo miraba, observaba y escuchaba Y de aquella época recuerdo algo de forma muy especial: los veteranos transmitían sus conocimientos a los más jóvenes, los tutelaban, les enseñaban los secretos de algo tan difícil como la investigación. Los recién llegados, para los que no existían los turnos ni los horarios, absorbían aquellas lecciones como esponjas y se convertirían poco después en inspectores capaces de liderar sus propias operaciones gracias a aquel legado que le habían facilitado sus mayores.

Ese tutelaje era imprescindible. En la Policía y en mi profesión, donde yo tuve la suerte de tener maestros que me abrieron puertas y me enseñaron a trabajar en la calle, a guardar el cuaderno cuando tocaba guardarlo, a cuidar a las fuentes, a tratar a las víctimas… "Hoy casi nadie se ocupa de eso; los nuevos llegan creyendo que lo saben todo y no tienen paciencia". Lo dice un comisario de policía, pero lo podía haber dicho yo mismo. Como escribía Javier Marías ayer en El País Semanal, sin duda soy yo y mi amigo el comisario los que estamos de sobra en esta época.