El agujero de la capa de ozono iba a dejar pasar tanta radiación ultravioleta que arrasaría con la vida en la Tierra. En los años 90 se contaba que el papel acabaría por deforestar medio mundo y que el cloro con el que se blanqueaba aniquilaría cientos de especies acuáticas. Nos explicaron cuál sería el peor de los escenarios, nos metieron el miedo en el cuerpo, nos sentíamos culpables por tener laca en casa o desodorante en aerosol, hasta por imprimir un par de folios. Ese futuro catastrófico era posible, pero no sucedió.

Se desarrollaron sustancias nuevas que sustituyeron a los gases clorofluorocarbonados (CFCs) que rompían las moléculas de ozono. Estos gases se empleaban principalmente en sistemas de refrigeración, sobre todo a escala industrial; era eso, y no usar laca, lo que verdaderamente tenía un impacto significativo en la capa de ozono. La adopción del Protocolo de Montreal en 1987 reguló la eliminación progresiva de los CFCs. Finalmente, la capa de ozono comenzó a regenerarse.

Con el papel sucedió algo similar. Hoy en día, más del 78 % del papel y cartón consumido en España se recicla, y su producción proviene casi exclusivamente de plantaciones sostenibles. El sector logró, gracias a la innovación científica, reducir drásticamente su impacto ambiental y mejorar su imagen pública.

El ejemplo de la capa de ozono y del papel demuestran que la acción coordinada de la ciencia y la cooperación internacional es la clave del éxito para afrontar los problemas ambientales globales.

La cobertura mediática de los efectos de la contaminación y del calentamiento global ha ido en aumento desde finales de los 90. Los currículos escolares han ido incorporando más contenidos sobre los efectos de la actividad humana en el medioambiente. En la mayoría de los casos se plantean escenarios catastróficos: subidas del nivel del mar que harían desaparecer comunidades enteras, aumentos de temperatura incompatibles con la vida, acumulación de contaminantes y sustancias tóxicas con efectos irreparables, e innumerables fenómenos meteorológicos adversos de gran intensidad. Aunque posibles, estos escenarios no son los más probables. Los modelos climáticos han acertado con la tendencia global, pero las predicciones más extremas tienen una probabilidad mucho menor.

Se podría pensar que mostrar los efectos más hiperbólicos es malintencionado, que sirve para alarmar y, por tanto, manipular a la opinión pública; sin embargo, en general el objetivo es pretendidamente bueno: despertar más conciencias y acelerar la toma de medidas. Hay que preguntarse si la exageración funcionará tal y como ha sucedido en el pasado o tendrá el efecto contrario.

Con los ejemplos del agujero de la capa de ozono y del papel se podría concluir que ponerse en el peor escenario posible o exagerar los efectos medioambientales es útil para concienciar a la población y para que las administraciones y las industrias tomen medidas. Sin embargo, los estudios sobre percepción social de la ciencia y sobre cultura científica de la población revelan que cada vez más personas creen que los efectos del cambio climático se han exagerado o, directamente, que el cambio climático no existe, o que es una excusa para intervenir la industria, el mercado, implementar más regulación a antojo, subir impuestos, coartar libertades y encarecer la vida cotidiana en general.

Aunque el 93% de los europeos y el 82% de los españoles califican el cambio climático como "muy serio", apenas el 67% confía en que los gobiernos estén aplicando el criterio científico. Por otro lado, poco más de la mitad de los españoles muestra apoyo a la Agenda 2030, y menos del 15% de la población europea sabe identificar correctamente sus Objetivos de Desarrollo Sostenible. Esto revela una brecha crítica entre la conciencia social y la acción real: sin información rigurosa y accesible, y sin transparencia institucional, es muy difícil que esa preocupación se traduzca en soluciones efectivas.

Si uno ojea los libros de texto de principios de los 2000 se percatará de que los escenarios apocalípticos que se planteaban para dentro de una o dos décadas no se parecen a la realidad. Los efectos del cambio climático son cada vez más notorios, pero afortunadamente no han alcanzado la envergadura de los peores pronósticos. Esto, en lugar de percibirse como un éxito de las medidas tomadas hasta ahora, ha provocado todo lo contrario: cada vez más personas se sientan engañadas, manipuladas, ha aumentado la desconfianza en las ciencias medioambientales y se ha dado alas al negacionismo climático.

Este fenómeno se conoce como efecto de la falsa alarma o efecto Pedro y el lobo. Describe cómo las advertencias constantes y exageradas sobre un peligro que no se materializa terminan generando desconfianza. Cuando finalmente el peligro es real, nadie cree la advertencia. Es un fenómeno bien documentado en psicología social y en comunicación del riesgo. En contextos científicos, este efecto puede erosionar la credibilidad de las fuentes y generar fatiga informativa o escepticismo injustificado ante problemas reales. Por eso, los augurios climáticos más dantescos, lejos de ayudar a educar o a concienciar a la población, la están alejando de la verdad. Por eso, bulos como el de la isla de plástico o el de la tortuga asfixiada por una anilla, hacen un flaco favor a la lucha por la protección del medioambiente.

Para concienciar sobre el impacto medioambiental de la actividad humana, lo más sensato y realmente útil es la mesura, mostrar los datos objetivos y los pronósticos más realistas, sin exageraciones, sin bulos. Insistir en los pronósticos más improbables ha resultado ser contraproducente, y los bulos con intención pedagógica no han logrado fomentar la conciencia medioambiental, sino suscitar desconfianza. No se trata de negar los problemas medioambientales, sino de comunicarlos con rigor para recuperar la credibilidad. Para concienciar a la población, y para reconocer las medidas que se deben tomar, no hay nada mejor que hacerlo con la verdad. Educar con la verdad no solo es lo que mejor funciona, sino que es algo más importante todavía: una cuestión de ética. Tanto a la ciencia como a la comunicación de la ciencia hay que exigirle un compromiso ético sin fisuras con la verdad.