Cuando imaginamos el futuro, solemos hacerlo desde dos extremos emocionales muy reconocibles. Están quienes lo conciben como un paisaje en ruinas, devastado por los excesos humanos, especialmente en lo medioambiental. Y están quienes, sin negar los problemas, confían en nuestra capacidad para afrontarlos y superarlos. Catastrofistas y esperanzados. Dos actitudes ante el mundo que dicen mucho más de nuestra relación con la ciencia, la tecnología y con nosotros mismos que del futuro en sí.

Los catastrofistas viven instalados en la desconfianza. Desconfían de los avances científicos, de cualquier proyecto industrial y de las instituciones encargadas de regularlos. En esencia, desconfían de las personas. Creen que el hombre es un lobo para el hombre. Todo les parece sospechoso, insuficiente o directamente perverso. Su posición es casi siempre reactiva: se oponen, denuncian, alertan… pero rara vez proponen. La alternativa implícita suele ser no hacer nada, parar las máquinas, frenar el desarrollo. Esta visión conecta bien con ciertas corrientes decrecentistas que idealizan el pasado y consideran el crecimiento, en sí mismo, una forma de pecado.

En el trasfondo de este discurso se percibe con frecuencia un sentimiento de culpa profundamente arraigado: la idea de que el ser humano es una especie invasora, una anomalía en una naturaleza que, de no ser por nosotros, funcionaría en perfecto equilibrio. Es una culpa que recuerda más a un catolicismo rancio y mal entendido —el del castigo y la expiación— que al mensaje central del cristianismo. Aunque en el Evangelio de Juan aparece la noción de juicio, no se trata de un Dios airado que castiga, sino de la consecuencia de rechazar la luz: "la luz vino al mundo, pero los hombres prefirieron las tinieblas". Muy distinta es esta imagen de la que presenta Jesús una y otra vez, la de un Dios que no es juez, sino padre.

Frente a esta visión está la de los esperanzados. La de los que ven luz en lugar de tinieblas. Confían en la ciencia y en la tecnología como herramientas para afrontar los problemas reales del presente. No apuestan por detener el mundo, sino por hacerlo mejorar. Son propositivos: imaginan y defienden proyectos industriales capaces de generar bienestar y, al mismo tiempo, de garantizar una sostenibilidad que no es solo medioambiental, sino también social y económica.

La pregunta filosófica que más influye en las políticas medioambientales es qué lugar ocupa el hombre en la naturaleza. Los esperanzados no se ven a sí mismos como una anomalía ecológica, sino como parte de la naturaleza. Comprenden que en la naturaleza existen múltiples formas de relación entre especies: competencia, depredación, comensalismo, parasitismo y, por supuesto, simbiosis. Y entienden que la nuestra es, esencialmente, una especie simbiótica. Transformamos el entorno para hacerlo habitable; alteramos ecosistemas, pero con ello creamos nuevos equilibrios, igual que hace cualquier otra especie.

Desde esta mirada, la industria es una de las expresiones más refinadas de nuestra civilización. Hay una belleza indiscutible en una central nuclear, en una refinería, en una cementera o en una acería. Solo hay que conocerlas de cerca para apreciar en ellas la belleza del conocimiento acumulado, del conocimiento en acto, del ingenio humano llevado a la práctica, de la capacidad de convertir leyes físicas y químicas en bienestar tangible. Apreciar lo dado —la naturaleza— no es incompatible con valorar la belleza de lo creado —la obra humana—. Es, de hecho, una cuestión de sensibilidad.

También es una cuestión de amor propio, entendido como reconocimiento de lo bueno y lo bello que somos capaces de hacer. Y de amor al prójimo, porque el desarrollo sostenible es, en esencia, un compromiso ético con el bienestar de todos, especialmente de quienes más dependen de que la energía, los alimentos y los recursos sean accesibles y seguros.

La contraposición entre catastrofistas y esperanzados remite a una vieja discusión filosófica sobre la naturaleza humana: si el ser humano es malo por naturaleza, como defendía Hobbes, y necesita ser contenido para no destruirlo todo, o si es bueno en origen, como sostenía Rousseau. Buena parte del catastrofismo ambiental bebe, consciente o inconscientemente, de esta visión extrema. La idea de una naturaleza armónica frente a un ser humano esencialmente perturbador. Frente a ello, cabe una posición más sensata, que reconoce su capacidad tanto para dañar como para comprender, corregir y crear.

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Por supuesto, en ambos extremos hay caricaturas. Catastrofistas que solo saben protestar, y esperanzados que más bien son ingenuos que creen que todo tiene una solución fácil e inmediata. Por eso suelo utilizar la expresión "optimismo sensato". La sensatez va de la mano del conocimiento. Y ahí es donde la divulgación científica cobra todo su sentido: dar a conocer los avances científicos, los entresijos técnicos de la industria, y explicar cómo funcionan realmente la ciencia y la tecnología es, probablemente, la mejor forma de transformar el miedo en comprensión y la desconfianza en esperanza.