A menudo se habla de "la naturaleza" como si fuera algo externo a nosotros. La destruimos o la protegemos, nos enfrentamos a ella o tratamos de volver a ella como quien regresa a un hogar abandonado. Esta forma de pensar revela una idea muy extendida: que el ser humano no forma parte de la naturaleza, sino que está por encima o fuera de ella. ¿De dónde viene esa supuesta dualidad entre el ser humano y la naturaleza?
La historia de la filosofía nos muestra que no siempre vimos el mundo así. Para Aristóteles, por ejemplo, la physis —la naturaleza— era el principio interno que da movimiento y forma a los seres. El ser humano era parte de ese orden natural, dotado de razón (logos), pero no por ello desvinculado del resto de los seres vivos. Esta visión integradora contrasta con una ruptura que se produce en la modernidad y que aún arrastramos.
Con Descartes llega una separación radical entre la mente y el cuerpo, entre la res cogitans (la cosa que piensa) y la res extensa (la cosa que ocupa espacio). Esta división inaugura una manera de pensar que convierte al cuerpo —y por extensión, a la naturaleza— en una máquina que puede ser comprendida, manipulada y dominada por una mente racional.
No todos compartieron esta mirada instrumental. Spinoza, contemporáneo de Descartes, propuso una visión radicalmente distinta: para él, Dios y la Naturaleza eran una misma cosa (Deus sive Natura). No existe un creador externo ni un propósito trascendente: todo lo que existe es expresión de una misma sustancia. En ese sistema, el ser humano no es más que una manifestación más de esa sustancia, sin privilegios ni jerarquías. Además, Spinoza reconocía una lógica interna en la naturaleza que podía ser descrita a través de la ciencia.
A lo largo de los siglos, sin embargo, se ha mantenido la idea de que la naturaleza es una especie de sistema perfecto, armonioso y equilibrado, como si hubiese sido diseñado. Pero incluso sin intervención humana, la naturaleza ha producido catástrofes que desestabilizan cualquier ideal de equilibrio: extinciones masivas, erupciones volcánicas, incendios provocados por rayos, alteraciones en el ciclo del carbono o del agua que provocan sequías o diluvios. Hoy el ser humano puede influir en esos ciclos —lo vemos en el calentamiento global—, pero no es el único agente capaz de romper equilibrios.
Darwin contribuyó decisivamente a desmontar esa idea de diseño, de máquina perfecta. Para él la evolución no es un plan trazado, ni tiene un fin moral o estético. Es un proceso acumulativo y contingente, en el que las especies cambian por selección natural, en respuesta a presiones ambientales. No hay una dirección, no hay progreso en sentido humano. Las especies más adaptadas sobreviven, pero eso no implica que sean mejores. La naturaleza, desde esta perspectiva, no es buena ni justa: simplemente es.
Desde el pensamiento ilustrado, Rousseau defendió que el ser humano era bueno por naturaleza y que era la sociedad la que lo corrompía. Su imagen del "buen salvaje" exaltaba una forma de vida más sencilla, en contacto con la naturaleza, libre de artificios. Su pensamiento influyó profundamente en la forma en que entendemos nuestra relación con el entorno. La educación ambiental, por ejemplo, ha heredado esa idea de que debemos "reconectar" con lo natural, como si se hubiese perdido algo esencial en el camino del desarrollo.
En el siglo XX, la hipótesis Gaia, formulada por Lovelock junto a Margulis, retoma esa intuición spinoziana de unidad entre todo lo existente y la traslada al lenguaje de la ciencia. Según esta teoría, la vida en la Tierra no solo se adapta a su entorno, sino que también modifica activamente las condiciones del planeta para favorecer su propia persistencia. En esta visión, el planeta funciona como un superorganismo que tiende al equilibrio. Sin embargo, Lovelock insistió en que este equilibrio no es eterno ni está garantizado. No hay una intención protectora en Gaia. Si el sistema es llevado más allá de ciertos límites —por ejemplo, a través de emisiones masivas de CO₂ o la pérdida de biodiversidad—, puede reorganizarse de formas que ya no favorezcan la vida tal y como la conocemos.
Desde la filosofía contemporánea, pensadores como Latour, Jonas, Leopold, Næss o Abram asignan a la naturaleza valor intrínseco, más allá de su valor instrumental para los humanos. Jonas, desde una ética para la civilización tecnológica; Latour, por su parte, invita a pensar en un "nuevo contrato natural" que reconozca la agencia de la naturaleza, no como un decorado pasivo, sino como un actor en la historia común que compartimos; Næss, fundador de la "ecología profunda" defendía el valor intrínseco de todas las formas de vida; Leopold propuso una moral extendida hacia toda la naturaleza; y Abram promueve una percepción animista del mundo natural como entidad viva y sensible. La influencia de estos filósofos se intuye en algunos movimientos ecologistas y hasta en la gestión de recursos ambientales.
No todos los filósofos contemporáneos comparten esta visión. Passmore criticó la ecología profunda por su carácter místico, defendiendo que solo los seres sensibles pueden tener derechos. Bookchin y Kovel alertaron sobre su potencial elitismo y autoritarismo, denunciando que ciertas políticas verdes pueden legitimar el despojo de comunidades en nombre del ecologismo. Casos como la expulsión de pueblos indígenas de reservas naturales en África para crear parques turísticos son ejemplo de ello. Otros, como Botkin, argumentan que muchas ideas de la ecología profunda no se basan en datos científicos sólidos. Rechazan atribuir intenciones o valores morales a la naturaleza, y abogan por políticas basadas en el conocimiento científico. Y pensadoras del sur global, como Guha, señalan el sesgo occidental de ciertas políticas que desplazan comunidades en nombre de la naturaleza. Un ejemplo es el de los agricultores de la India desplazados por represas o proyectos de reforestación impulsados por ONG internacionales. Estas corrientes críticas han dado lugar a políticas medioambientales más centradas en la justicia social, el rigor científico y la participación local.
Entender la raíz filosófica de esta supuesta separación entre el ser humano y la naturaleza no es un ejercicio académico: afecta directamente a cómo legislamos, educamos, cultivamos, urbanizamos o protegemos el territorio. Las ideas de los filósofos no están encerradas en libros; están vivas en las políticas que permiten talar un bosque si hay compensación económica, en los programas escolares que enseñan a "proteger" un entorno del que parecemos no formar parte, o en los discursos que enfrentan progreso y ecología como si fueran incompatibles.
Por eso es crucial conocer este debate filosófico: porque no hay política medioambiental que no pase antes por una pregunta tan básica como esta: ¿qué lugar ocupa el ser humano en la naturaleza?