"La prueba de honor más dura no consiste en saber guardar un secreto, sino en no revelar que este se conocía cuando el secreto deja de serlo".

Me lo dijo un guardia civil hace muchos años. Un guardia civil que anduvo metido en mil líos, siempre colgado de la cuerda floja de la legalidad procedimental, especialmente en los años más duros de la lucha contra ETA.

Ha pasado el tiempo, mucho tiempo, y este guardia civil, ahora jubilado y enfermo, sigue sin desvelar (a pesar de lo mucho que me empecino yo en impedirlo), dato alguno sobre lo que se cocía en sus manos entonces cuando la guerra contra ETA hervía y el crimen organizado tenía fijado el punto de mira en el Mediterráneo español donde él acabó destinado. Este guardia civil es lo mismo y el mismo antes y después de obtener la tarjeta de jubilado. Ayer y hoy dice lo que puede decir y calla lo que debe callar. No lo hace, no vaya a pensar que por la fidelidad a unos colores o a una bandera, no. Simplemente porque su vida, al límite según se mire, se moduló en base a unos parámetros de coherencia que perduran. Lo llaman dignidad. Ahora que, jubilado, podría desmelenarse, no lo hará.

Dignidad, antes durante y después

Otro agente, este adscrito a los servicios secretos, un día, en un restaurante peruano, en Madrid —donde descubrí esa bebida denominada pisco sour, que me sedujo desde el primer sorbo—, me habló de la amistad como un valor injustamente abaratado por la gente, argumentando su discurso con la fábula del cerdo y la gallina: "Un cerdo y una gallina quedan para desayunar huevos fritos con chorizo. La gallina colabora, pero el cerdo se implica". Digamos que este agente quería glosar, con el apoyo de esta fábula, el poder de la amistad cuando esta está asociada, además, a la valentía y a la dignidad.

Peloteo indigno

Un alto mando de los Mossos d'Esquadra, históricamente vinculado a los grupos de investigación criminal, me dijo, utilizando unas palabras grosero–coloquiales que yo no voy a repetir ahora, que el peloteo, el acicalamiento sin compensación o la palmadita en la espalda, cuando esta no tiene el más mínimo recorrido, no sirven para nada. Sólo son humo. Los hechos, la ayuda tangible y la implicación arriesgada con aquellos que lo necesitan y, sin embargo, no lo piden, sí son conductas o actuaciones meritorias, porque implican dignidad en quienes las perpetran.

Valientes de postín

Explico esto porque, de un tiempo a esta parte, van llegando a mí conocimientos (sin que yo me lo proponga, créanme) y algunas salidas de tono… impropias de personas tan reputadas, o incluso más, que los policías anteriormente citados. Comentarios entre lo mezquino y lo estentóreo, especialmente patéticos procediendo de personalidades a las que, en su momento, conferí un plus de autoridad moral e intelectual.

Un oficial del Ejército, que durante años "cepilló", sonriente y solícito, las hombreras del que fuera alcalde de Barcelona, ministro de Defensa y vicepresidente del Gobierno, Narcís Serra (PSOE), o, como mínimo, dedicó no poco tiempo a calentar el asiento donde descansaban las posaderas del que fuera número dos de Felipe González, proclamó su militancia ultraderechista, plasmada en su apoyo a Vox, poco antes de levantar el brazo y gritar a los cuatro vientos "¡Viva España y viva Franco!". Esto ocurrió, en las postrimerías de una cena de excompañeros, ya enfrascados en la fase del brandy del ágape. Sin duda, ese tipo ya era un facha integral mientras le reía las gracias al ministro socialista cuando este, por ejemplo, entraba o salía del Gran Teatro del Liceo. Pero, entonces, no se pronunció. No tuvo agallas. Estaba muy ocupado en flexionar la cabeza ante su ministro progre. Una vez jubilado, salió la esencia. Pero ya no tiene mérito.

Ahora no, José María

Hace unos años, asistí a la presentación del libro escrito por el fiscal, José María Mena, "De profesión fiscal", (libro cuya superficialidad, medida y premeditada por el propio autor, le hace merecedor de una nula recomendación). Mena tomó la palabra, ante su familia y un público entregado, después de que su amigo y también fiscal, Carlos Jiménez Villarejo, con la mejor de sus intenciones, glosara el texto de su excompañero, mientras este gesticulaba hartazgo ante los allí congregados (aula magna de la facultad de derecho de la Universidad de Barcelona), por el profuso contenido de dicho discurso.

Cuando fue su turno, Mena aprovechó para soltar no sé qué comentario crítico-despectivo-burlesco ante una inminente visita del Papa a Barcelona. Fue el comentario de un enfant terrible, de casi 80 años, por lo tanto jubilado, por lo tanto sin ataduras, por lo tanto una crítica sin mérito. Lo soltó, sonrió con la cara de autosuficiencia que se le pone a aquel que tiene un alto concepto de sí mismo y añadió: "Ahí lo dejo", como si hubiera hecho una hombrada. Hubo quien sonrió ante el numerito del fiscal jubilado. A mí, me resultó decepcionante. Eso se dice antes, José María. O no se dice.

Decepción

Hace poco, le vi y oí en TV3. Le preguntaron por Jordi Pujol, a quien Mena y Villarejo acusaron, hace más de 30 años, por el 'caso Banca Catalana'. Haciendo uso de su ironía y unas risitas nada disimuladas, profirió comentarios que, aunque seguramente ajustados a la realidad, desbordaban jactancia y destilaban burla sobre el árbol caído en el que se había convertido Pujol, un árbol que él —el fiscal—, durante años no pudo o no supo tumbar.

Al despedirse, como colofón, le dijo a la presentadora: "¡Ah! Y cuando le vean –a Pujol-, le saludan de mi parte". Mena, que se lo estaba pasando pipa, había aprovechado para burlarse de TV3, la tele que inauguró Pujol. Más risitas.

Sin comentarios. Cuestión de dignidad.