Eran las nueve y media de la mañana. Estaba en un programa de Telemadrid escuchando la comparecencia del consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid informando sobre el primer caso en Madrid de un joven con el coronavirus. Mi compañera de plató me enseña una alerta de su móvil. Un hombre de 51 años había asesinado a su mujer de 43 años en Aznalcóllar, Sevilla, de un disparo con una escopeta con su hijo de 15 años presente en el domicilio. Al leer la noticia, mientras seguía escuchando la rueda de prensa que nos contaba minuto a minuto que un hombre de 24 años está ingresado con febrícula y un poco de tos, pude sentir el peso de la gravedad en una noticia para marcar las prioridades del miedo en una sociedad. No hubo cambio de escaleta, no se informó del asesinato, no fue más que un breve en todos los medios de comunicación. La violencia machista solo afecta de manera potencial al 51% de la población española y es más visible, así que más controlable, para los hombres. La epidemia de coronavirus también nos afecta a nosotros, y es un riesgo que no podemos ver ni asir, así que merece toda nuestra atención en detrimento de violencias sectoriales. Hay que integrar el miedo. Ser transversal. El pánico y la alarma social tienen que ser inclusivos para consolidarse.

No hay mascarillas que nos enseñen el miedo irracional a un virus para mostrarnos la sensación de alerta constante que muchas mujeres llevan por la calle sabiendo el riesgo que les espera al volver a casa. Pero es más crudo y concreto. Un miedo que les hiela el alma, aunque el resto sigamos con nuestra anodina vida. Para los hombres ese miedo es más invisible que el virus que ahora tememos y con la consciencia de que no puede herirnos. Por eso lo ignoramos.

Eran las cuatro y media de la tarde. Estaba tomándome un café después de comer. Viendo las últimas noticias de la mesa de negociación entre el Gobierno de España y la Generalitat de Cataluña. Asistía adormilado por la sobremesa tardía a las últimas polémicas sobre la situación de las banderas y cómo que estén juntas a un lado de la puerta en vez de separadas a ambos lados de la entrada estaba rompiendo España. Me sacó de mi letargo otra alerta en mi móvil. Algo sí se había roto de verdad; otra vida de una mujer. En Fuenlabrada, mi ciudad. A escasos metros de mis lugares de ocio adolescente. Una mujer de 75 años había sido asesinada por su marido de 78 años. Levanté la vista y todo seguía igual en las noticias. Seguí bebiendo el café con un trago más amargo aún por la consciencia de nuestra propia frialdad ante una verdadera pandemia que está terminando con la vida de las que sí viven con un miedo cotidiano y real. Un temor al que no podemos asistir mirando si llevan una simple mascarilla de papel, solo, quizás, escrutando unos ojos cansados en una cafetería mientras compartimos espacio al desayunar. Miedo que nos rodea sin que sepamos verlo, miradas que gritan auxilio silente ante nuestra indiferencia.

El coronavirus ahora es noticia porque todavía no ha muerto nadie, dejará de serlo y de alarmar a la población cuando mate tanto en España como el virus de la gripe. Igual que pasa con las mujeres asesinadas, su sangre derramada por constante y cotidiana no alarma como un nuevo virus. Porque es el virus de siempre. Una nota al pie del día a día. Solo es sangre de mujer y su miedo saben llevarlo en silencio sin perturbar demasiado nuestra existencia. Disimulan su espanto hasta que las matan. Como debe ser, el show debe continuar.