La degradación de la convivencia tiene un punto de no retorno. Los treinta segundos de Celia Villalobos insultando, despreciando y humillando a Pablo Iglesias en un programa de televisión de Cuatro mirando a cámara y utilizando a sus hijos y la relación con su mujer como producto de consumo televisivo ha cruzado todas las líneas rojas que muestran de manera concreta y grotesca el estado de la situación. Una pulsión de odio en la derecha que masticada y rumiada en los años de gobierno de la coalición es expulsada a la mínima ocasión, sin sentido aparente y de forma cotidiana, con la colaboración de quienes prestan su escenario para lograr rédito económico.

Celia Villalobos no es más que un juguete roto que comenzó su declive en el momento en que fue cazada jugando a un juego en su iPad regalado por el Congreso cuando presidía el Debate del Estado de la Nación con Mariano Rajoy en la tribuna. Un personaje deteriorado en su imagen pública pero que aún pueda permitirse el lujo de usar una tribuna, cedida precisamente por su caída al pozo, para expeler una diatriba de insultos y calificaciones personales y privadas a un adversario político. La gravedad es aún mayor porque se produjo sin que le conminen a cesar de ello en directo, a obligarla a disculparse, a expulsarla del plató. En vez de eso todos comienzan a reír de manera ostentosa convirtiéndose en atrezzo bizarro de una excelsa muestra de bajeza intelectual y moral que sirve para marcar un punto de inflexión en la política española en el que la deshumanización del adversario se convierte en un producto de consumo.

Hubo un tiempo en España en el que se debatía entre bambalinas periodísticas si era noticia que un político de este país con altas responsabilidades en la cuestión consumiera de manera habitual prostitución, que fuera un putero, vamos. Lo sé porque asistí a esos debates y defendía que en ese caso en particular, en el que la humillación y explotación de la mujer era el centro, estaba más que justificada su publicación. Las informaciones nunca salieron a la luz porque quien las poseía esgrimía que eso pertenecía a su ámbito privado. El celo con el que en este país se ha defendido que hay situaciones con las que no se hace política llegaron el extremo de considerar el consumo de la prostitución un asunto privado. Por exceso para defender a unos, y por defecto cuando aparecieron otros. Porque la ética murió, cambió con Pablo Iglesias e Irene Montero y se ha naturalizado que se puede hacer burla hasta de la situación de salud de los menores de la pareja. Con chanzas, burlas y bromas en prime time.

En el debate público es válido defender posiciones antagónicas con argumentos, razones y confrontación de ideas siempre y cuando no atenten a derechos fundamentales que nieguen la alteridad. De manera vehemente si es menester y haciendo de la política y la información algo vivo y animado. Pero ya es tarde para que ese sea el marco del debate. Se ha generalizado el sentido común de la extrema derecha en la política hasta el punto de ceder tribunas de expresión a quien usa el dolor de unos hijos y la situación sentimental del adversario político buscando enardecer audiencias. Viktor Klemperer analizó el enorme peligro que suponía la pérdida de conocimiento del significado de las palabras para una democracia en su obra La lengua del Tercer Reich. Un ensayo mediado por la experiencia en el que mostraba cómo el lenguaje iba creando una realidad alternativa que enmascaraba los hechos a través de la propaganda hasta hacer el odio mayoritario y continente de la verdad en el pueblo. Recordé a Klemperer viendo a Celia Villalobos en televisión.