En tiempos de gatillo ligero, de bilis y furia descontrolada, la gente simpática no lo tiene fácil. Lo que antes era una ventaja para abrir puertas, mucho más duradera que la belleza, es hoy otro motivo más para sospechar. Qué tramará, qué esconderá, por qué ríe tanto, no es de fiar. Es agotador ser amable hoy en día. Ser uno más, sin más.

Miquel Iceta parece un tipo festivo al que la vida le sonríe a pesar de que le ha puesto traje, corbata y aspecto de comercial de éxito. A pesar de que Pedro Sánchez le ha colocado una cartera de ministro. Primero lo fue de Política Territorial, desde ayer es de Cultura y Deportes. "Digamos que el deporte no ha ocupado una dedicación importante en mi vida", dijo en su discurso, provocando las risas del personal. Mirarse, asumirse y reírse de lo que uno ve. Parece una fórmula magistral para ir por la vida. Veremos si basta para ir de ministro.

Su comparecencia estuvo plagada de guiños y escasa de oxígeno. Iceta vocaliza sin problemas, pero habla como si le faltara el aire. Y eso que ayer jugaba en casa, rodeado de afecto. Aplaudiendo al que le entregó la cartera y escoltado por la ministra de Hacienda, que lo miraba con una mezcla de ternura y picardía, imaginándoselo en la próxima cosa festiva que organice su nuevo cortijo. En la entrega de los premios Feroz, en un palco durante el Mundial de Qatar. Porque Iceta es de los pocos políticos a los que hemos visto en actitud de karaoke y con una camiseta que reza: 'Iceta lo peta'.

El nuevo ministro de Cultura y Deportes hizo toda una declaración de intenciones recogida en unas cuantas cuartillas y en un puñado de minutos. Saludó en los cuatro idiomas que componen la lengua española, habló de plurilingüismo, federalismo cultural y tardó poco en ser simpático.

"Querré verte mucho", le dijo a José Manuel Rodríguez Uribes, otro señor con pinta de afable. De esos a los que prestarías dinero para pagar el autobús si ves que no tiene cambio, de esos a los que conoces desde hace mucho tiempo pero eres incapaz de recordar qué voz tiene.

Iceta es simpático y no tiene problemas en emocionarse. Una combinación letal para la caverna de las redes sociales y los que solo saben vomitar en los comentarios de los periódicos. Mencionó a sus antecesores en el cargo, cosa que nos sirvió para recordar que hubo tiempos en los que esa cartera ministerial no era una cosa menor a la que se manda a alguien para que no moleste. "No llegaré a esos niveles", explicó, parándose en el nombre de Carmen Alborch, la mujer que nos enseñó cómo llevar un plisado de Issei Miyake sin que parezca un disfraz.

Le ha tocado un caramelo al catalán, un ministerio bonito para los discursos y las convocatorias de prensa pero que esconde precariedad y una enorme falta de reconocimiento. Suena precioso eso de que "la cultura también es memoria", que es lo contrario al odio, que un país culto es más libre y que la libertad es una librería y un escenario. Pero detrás de la belleza, de los libros, de los ensayos y los entrenamientos, de los triunfos, los premios y la marca España, hay unas condiciones laborales aplastadas por la pandemia, hay un saco de prejuicios y estereotipos ligados a los titiriteros, hay deportistas sin patrocinadores y sin becas que les permitan centrarse en entrenar. Hay también unos cuantos complejos que Iceta, dice, tratará de combatir. "No me cuesta hablar de España, somos una gran potencia", dijo. "Pero nos cuesta hablar de industria cultural", añadió. Sabe el ministro que aquí somos más de hablar de subvenciones y paguitas.

Y hay mensajes que no quiso dejar de transmitir, como la importancia de la cultura y el deporte de base. Esas tareas que se hacen a la vuelta de la esquina, en cualquier barrio, en cualquier centro cultural y polideportivo. También mencionó la importancia y el despegue, lento pero seguro, del deporte femenino. Su plan de resiliencia pasa por desterrar del deporte la homofobia. Recordó a Samuel Luiz y también confesó que no quiere crear altas expectativas. Iceta, veremos si lo petas.