El viernes pasado estuve en el centro de acogida de refugiados que el Gobierno ha instalado en Pozuelo de Alarcón. El edificio posee un patio interior muy grande y tiene un puesto que ofrece bebida y algo de comida a los alojados. Madrid amaneció ese día nublado y gris y a eso de las once de la mañana varios niños jugaban detrás de una pelota. Cerca de una papelera se arremolinaban varias jóvenes con un cigarro en la mano.

En la única mesa ocupada de ese patio estaba sentada una mujer, de unos setenta años, que también fumaba. Miraba fijamente hacia un lugar en el que no estábamos nosotros, los de la visita. Intenté imaginar lo que estaría pensando, lo que habría pasado hasta llegar aquí, lo que habría vivido mucho antes.

Luego pensé en acercarme, inmediatamente después pensé que no. A lo mejor necesita un abrazo. Quizá otro cigarro. Pero no hice nada. Dos horas después yo estaría en mi casa calentando potaje y ella seguiría allí, con la mirada perdida. Era viernes de Cuaresma y mi gran preocupación consistía en llegar al sábado sin probar carne. Qué cosas.

Cuento esto mientras veo un vídeo de unos 40 segundos de duración que el periodista Alfredo Pascual colgó en sus redes sociales. En él se ve a un grupo de vecinos del madrileño distrito de Retiro. Portan cartulinas y globos para recibir a un grupo de refugiados ucranianos que esa noche pernoctarán en un polideportivo municipal.

Se escuchan aplausos y también el ladrido constante de un golden retriever, que es esa raza de perros a la que nadie pone un pero y que embellecen cualquier catálogo familiar. Puede que reclame la atención de su dueña. O a lo mejor no está muy de acuerdo con la actitud de la que luego aprovechará para sacarle a que haga sus cosas. Es muy difícil quedar medianamente bien ante el drama.

El mundo está lleno de buenas intenciones y de gente que desea dormir bien por las noches. Ahí tienen a un grupo de vecinos madrileños con ese ánimo. Hay mayores, medianos y niños que sujetan globos recién inflados en una casa en la que no faltará un detalle, con la nevera llena y la temperatura adecuada. Hay una señora con las manos ocupadas. En una lo está grabando todo con el móvil y en la otra lleva dos globos con los que hace el ademán de saludar a los recién llegados. Puede ser conmovedor o inquietante. Yo, después de verlo varias veces, opto por lo segundo. Ya he dicho que es muy difícil quedar medianamente bien ante el drama.

Mientras, un grupo de personas desfilan en fila india, portando maletas, bolsas y mochilas. Caminan con la cabeza medio agachada, sin mirar al público. Entran uno tras otro a pasar la noche en el suelo de un polideportivo que no conocen de una ciudad que tampoco conocen de un país al que acaban de llegar Dios sabe cómo. Hay voluntarios que los ayudan a meter sus cosas que tampoco miran al respetable.

Es una imagen emotiva y también algo obscena. Es una actitud que tranquiliza la conciencia de los que luego no hacemos nada. Bastante hemos hecho con comprar las cartulinas, los globos y bajar de noche, con el frío que hace aún en Madrid. Bastante hice yo con irme hasta Pozuelo de Alarcón un viernes, con el atasco que hay luego para volver a Madrid. Si tuviera perro, haría bien en ladrarme.