La escena quedó grabada a fuego en la memoria de Patricia Méndez, una estudiante veracruzana de 21 años. Era marzo de 2015, en un hospital público de Veracruz cuando se vio forzada a expulsar un feto de unas 20 semanas, retorcida de dolor, ante la mirada impasible no sólo de personal médico, sino de policías alertados por los sanitarios que esperaban para tomarla declaración como inculpada por aborto.

"Estaba desnuda, con esa bata que te dan, y tenía a todos alrededor mientras expulsaba el producto con muchos dolores pero nadie hacía nada, solo decirme 'Acéptalo, has cometido el peor pecado del mundo'", explica Méndez.

México vive desde hace unos años una oleada de reformas legales antiaborto, muy criticadas por defensores de derechos humanos, que van desde cambios constitucionales en 18 de 32 estados para defender la vida desde el momento de la concepción a una ley de Veracruz que castiga a la mujer que aborta a ser reeducada, un castigo que, aunque nunca se ha aplicado, es el que pende sobre Méndez.

Más allá de las leyes, los colectivos de mujeres están preocupados por muchos comportamientos que consideran verdaderas torturas psicológicas y que las autoridades toleran de forma tácita.

Estas actitudes pueden ir desde médicos que se convierten en delatores ante la policía sin preocuparse de las circunstancias de cada mujer a fiscales que cambian el delito de aborto por el de homicidio en grado de parentesco para que conlleve una pena mayor, así como una marginación y condena colectiva tan fuerte que pueden provocar que la afectada tenga que dejar el lugar donde vive. Un ejemplo extremo es el caso de Patricia Méndez.

"Me trataron peor que a un animal", susurra esta veracruzana. "Sentí que si me hubiera muerto ahí (en el hospital), no habría pasado nada". "Luego me agarraron la mano para firmar unos papeles y me pusieron el producto en la cara. 'Dale un beso tú lo has matado', me dijo la enfermera".