Volví a trabajar. Bueno, a hacerlo presencialmente en uno de mis empleos, para ser más exacto. Mi curro en Zapeando ha sido facilito, sin demasiado contacto con gente porque el equipo presencial está bajo mínimos, con unas medidas de seguridad de película y yendo y viniendo en coche particular. Es decir: la mejor forma de regresar, ya que hay que hacerlo.

Estos días he ido contando, sin querer, cómo me iba sintiendo. No era la idea de este diario, pero ha salido así. He debido dar una imagen bastante lúgubre y triste de mí mismo, así que os voy a contar lo que sentí ayer.

No quería ir. Ni de cerca. Aun analizando que las condiciones eran las mejores, no tenía ninguna gana de salir de casa y me daba angustia. Llevo tiempo pensando que estar fuera no es una buena idea, que lo seguiré limitando mucho tiempo y que para qué hacer nada.

Bueno, pues os he de decir que me sentó bien. Tengo un empleo agradable, con gente que me cae bien y a la que hacía demasiado que no veía. Recompondremos las rutinas en casa `para adaptarnos a que tengo que irme, reharemos los horarios y nos organizaremos como buenamente podamos. Cuando lo laboral vuelva a ser normal y los niños no tengan colegio no sé cómo lo vamos a hacer, y eso también me agobia. Pero me sentí bien. Los días se hicieron más cortos y noté que algo se recomponía. Pequeño, como una ola de las que ves cuando baja la marea, pero algo.

Supongo que todos hemos debatido estos días si cuando esto acabe volveremos a ser los mismos y supongo que nuestra conclusión, como la de todo en estos días, es que nosotros vamos a ser mejores y los demás van a ser peores. Es bastante humano llegar a esa conclusión, creo, porque si algo me ha enseñado este confinamiento es que todos tenemos una increíble capacidad de pensar mal de los demás. Estos días rumio mi rabia contra la gente que sale porque sí, hace corrillos, no guarda la distancia de seguridad y empieza a joderlo todo. Yo, ahora, ya no sé qué creer sobre qué seré yo cuando recuperamos otra normalidad, que no será la de antes. Lo que sentí estos días, al menos, es que volvía. Y que un cortito paso hacia atrás me sentó muy bien.

Supongo que todavía vendrán altibajos. Sobre todo, porque seguimos sin saber, aunque tengamos pistas, cuándo se irán acabando las restricciones y si querremos hacerlas efectivas. Y mira que siendo rancio como soy odio los discursos Disney de la esperanza idealizada. Pero de camino al trabajo vi un anuncio en un autobús de un espectáculo teatral en Madrid para finales de junio y sentí que algo regresaba.

No confío en que este diario se convierta ahora en un dechado de optimismo. Lo pretendía al empezarlo, pero no lo he conseguido y posiblemente no lo logre en lo que queda. Pero creo que es bueno que, para unos días en el que he sentido que las cosas iban mejor, lo contara. Por si os pasa a vosotros y pensáis que sois unos raros o para que le perdáis un poco el miedo a salir ahí afuera.

También es verdad que esta semana, se ve que para frenar el atisbo de entusiasmo, mi cuerpo me ha mandado la primera migraña de mi vida. No descartemos, por tanto, que mañana opine otra cosa. Advertidos quedáis.