Podéis pensar que lo que voy a escribir a continuación me lo he inventado. Lógico, yo también lo pensaría, porque un jefe de guion me lo tiraría por inverosímil. Pero esto ha pasado.

Cuando pega el sol fuerte en la ventana de la habitación de H y M, les ponemos unos calcetines y los sacamos al alféizar, como el perrillo que mira por la ventana del cuarto, para que la luz buena les active la melanina y lo que sea que active el sol. Es un momento que les gusta y que en el fondo es tan bonito como descorazonador: salen a la ventana como dos presos en aislamiento al ventanuco. En realidad, es lo que son. A H, el pequeño, le gusta tan poco el sol que al poco dice que se quiere volver a meter para adentro, pero M sí que lo goza. Les hago fotos, echamos unas risillas y a otra cosa. Son unos minutillos de euforia. Lo que en el confinamiento llamamos euforia, al menos.

Mi casa da a una calle estrecha y fea, posiblemente la más lúgubre de Madrid, y es un bajo. Normalmente no pasa casi nadie, así que estos días tampoco he notado una gran bajada de tráfico en ella: de casi nada a absolutamente nada. No suelo escuchar voces normalmente (desde la calle, digo; en mi cabeza ya os contaré de aquí a un mes), pero estos días ya es como vivir en un pueblo fantasma o en la sala de trofeos del Rayo. Por eso me ha sobresaltado especialmente lo que ha pasado pocos minutos después de meterlos para dentro.

De repente he oído dos voces gritando. No alarmadas, pero sí hablando más alto de lo normal. Me he asomado y eran dos tíos sin mascarilla pero con una bata de plástico de manga corta. He mirado a la izquierda y se habían bajado de una furgoneta en la que ponía PARCESA. No he atado cabos. Además, y esto me ha sorprendido, no me ha alarmado especialmente esta escena: la última vez que salí de casa, a por comida, la (poca) gente que me crucé llevaba mascarilla, guantes o las dos cosas. He mirado a la derecha y he visto que le estaban indicando algo a un coche negro. Como los niños no se callaban, no he identificado qué, pero le hablaban y le hacían gestos. Cuando el coche ha girado, enfilando el tramo de calle de al lado de mi ventana, primero he observado que el conductor llevaba mascarilla y luego que el auto era largo. Demasiado. Y entonces me ha dado un vuelco el corazón: sí, era un coche fúnebre.

Hay una residencia de ancianos detrás de mi casa, así que me he imaginado que iban para allá. M me ha preguntado que quiénes eran esos señores y le he dicho que médicos que iban a curar a alguien del coronavirus. A lo mejor he perdido la oportunidad de explicarle qué pasaba, pero para mí es demasiado pequeño, no le veo ninguna necesidad y, sinceramente, estaba tan choqueado con lo que estaba viendo que no me ha salido nada mejor. 10 segundo después estaba dándole vueltas a lo que acababa de pasar mientras giraba la ruleta del Twister. "H, la mano izquierda al verde". "M, el pie derecho al azul".

Sé que me repito, pero me sorprende como ha bajado el listón de nuestra capacidad de asombro en apenas dos semanas. Tengo claro que al menos mi mundo no va a volver a ser como antes. Ya solo pido que al menos algo sea para bien.