Cuando pudieron empezar a reabrir los comercios de mi barrio, las peluquerías fueron las primeras. Vivo en una zona donde hay un montón; a menos de 100 metros de casa a la redonda puede que tenga unas seis. Entre ellas, una de toda la vida, en la que se cortan el pelo mis hijos: la de Ángel.

Vivo en un barrio que es muy barrio pero que no es mi barrio. Hasta hace casi siete años no salí de Vallecas, pero cuando fuimos a comprarnos otra casa porque iba a nacer M, no encontramos ninguna tan barata como la que tenemos ahora, en otro barrio de Madrid llamado Tetuán. Me gusta este sitio, pero, claro, no están aquí mis afectos principales. No tengo "gente del barrio". Durante la pandemia, sé de personas de Vallecas que se han muerto o han enfermado, pero no sé qué les ha pasado a mis vecinos de ahora. Pero a Ángel sí lo conocía mucho porque nos saludábamos cuando pasaba por la puerta de su peluquería, una clásica con el rulillo ese azul, rojo y blanco, peluquero de toda la vida y fotos del Real Madrid. Le cortaba el pelo a mis hijos porque antes lo hacía con J, un compañero de clase de M cuyo padre es de Tetuán de toda la vida, y les encantaba ir a ver a Ángel. Tenía juguetes para que se entretuvieran mientras esperaba, les daba bolilla… Si pasábamos por delante, el saludo a Ángel era obligatorio.

Crecí en un mundo en el que muchas más cosas que ahora se asociaban a una persona. De niño, pasaba por el bar de Dani, la droguería de Valentín, la frutería de José Luis, la ferretería de Enrique y la panadería de Encarna. Ahora, si lo pienso, solo puedo identificar con su nombre la frutería de Hassan y la peluquería de Ángel. Siento un poco ese rollo de expatriado de otro barrio. Y no me gusta, la verdad, aunque estoy bien. Ángel me anclaba a esa forma de vida un poco.

Pero empezaron a funcionar todas las peluquerías y la de Ángel no abría. Cada día pasaba por delante de su local, tan chiquitito, y continuaba cerrado. Ángel era un tío mayor, pero no mucho. No aparentaba más allá de 60, ni de cerca. Pero claro, ¿qué piensas de alguien que cuando empezó el confinamiento estaba ahí y ahora no volvía? Vale que soy muy catastrofista casi siempre, pero era razonable temerse lo peor.

Muchas veces lo he reflexionado en todo este tiempo: las personas que no estarán cuando todo sea medio normal. En Madrid ha muerto mucha gente. Mucha. Y posiblemente alguna, con la que solo tenemos una relación colateral, con la que no tenemos ni los lazos mínimos para enterarnos de si les ha pasado algo en una situación como esta, no sabremos qué ha sido de ella. Son esas personas que suponen una pincelada en el cuadro de tu vida, pero que si las borras queda el agujerito, por muy pequeño que sea.

Así que me agobié, claro. Pensé que a Ángel le había pasado lo peor y que no me iba a enterar. Pero ayer pasé por su peluquería y vi que en la puerta tenía un número de WhatsApp para pedir cita. Imaginé que, con un negocio unipersonal, ese teléfono podía ser el suyo. Y aunque me daba entre miedo al ridículo y terror a enterarme de algo malo, a que ese móvil ahora lo tuviera algún familiar o algo así, le escribí estos mensajes.

No tardó mucho en ponerse el doble check azul, pero sí en responder. Me puse nervioso. Y entonces llegó su mensaje.

Me alivió muchísimo. Pero muchísimo. Me había ido creando una sospecha que no verbalizaba, un miedo latente que no es que me consumiera, pero se activaba cuando pasaba por delante del cartel de Peluquería Ángel. Así que pregunté un poco más.

50 años trabajando supongo que son suficientes para evitarse volver a este mundo de mierda postconfinamiento. Me alegra, además, que la gente pueda todavía dejar su vida laboral y vivir, espero, con dignidad. Me da pena que los niños no se hayan podido despedir de él, pero Ángel está bien. Y eso es lo más importante.