En los últimos años hemos aprendido a mirar los alimentos con otros ojos. Ya no solo importa si un producto es bajo en azúcar, si es ecológico, o si lleva ingredientes que 'entendemos'. Cada vez más personas se hacen una pregunta clave: ¿y esto, de dónde viene?

La procedencia de lo que comemos tiene implicaciones más profundas de lo que parece. No hablamos solo de tradiciones, economía local o sabor —que también—, sino de algo tan crucial como el impacto ambiental. Aquí entra en juego un concepto del que seguramente has oído hablar: la huella de carbono.

¿Qué es la huella de carbono?

La huella de carbono es una medida del total de gases de efecto invernadero que se emiten directa o indirectamente al producir un alimento. Esto incluye todo el ciclo: desde el cultivo o la cría del animal, pasando por el transporte, la refrigeración, el empaquetado y la distribución, hasta que llega a tu plato. Cuanto mayor sea esa huella, más impacto tiene ese alimento sobre el cambio climático.

Por ejemplo, no es lo mismo comerse una fresa cultivada en Huelva durante su temporada que una fresa que ha recorrido miles de kilómetros en avión desde otro continente. Y sin embargo, a veces esa fresa "lejana" es la que encontramos primero en la estantería del supermercado, por precio, por estética o por cuestiones logísticas.

La paradoja de lo "local"

El término "producto local" suena bien, pero es más complejo de lo que parece. No todo lo que se produce cerca contamina menos, y no todo lo que viene de lejos tiene una gran huella de carbono. El tipo de transporte, la estacionalidad y el método de producción influyen mucho.

Por ejemplo, una verdura cultivada en un invernadero con calefacción artificial en tu ciudad puede tener más huella de carbono que otra cultivada al aire libre en otro país y traída por barco. Lo mismo pasa con carnes o pescados: un filete de ternera puede dejar una huella mayor que un pescado de acuicultura, aunque ambos sean nacionales.

Lo importante aquí no es caer en el simplismo de pensar que todo lo local es mejor, sino tener información para elegir mejor.

El papel del consumidor

Afortunadamente, cada vez hay más herramientas para ayudarnos a tomar decisiones más sostenibles. Algunas etiquetas incluyen datos de procedencia o certificaciones medioambientales, y hay apps que nos informan de la huella de carbono estimada de ciertos alimentos.

Pero también podemos aplicar criterios sencillos:

  • Elegir productos de temporada: suelen requerir menos energía para cultivarse y conservarse.
  • Comprar a productores cercanos o mercados locales: siempre que el tipo de producción sea respetuosa.
  • Reducir el desperdicio alimentario: aprovechar lo que tenemos también reduce nuestra huella.

Y, sobre todo, hacernos preguntas. No para sentirnos culpables, sino para actuar con conciencia.

Porque comer es un acto político (y climático)

Cada elección que hacemos al llenar nuestra cesta de la compra tiene un pequeño impacto en el mundo. Puede parecer insignificante, pero multiplicado por millones de personas, marca la diferencia. Elegir alimentos que no hayan dado la vuelta al mundo, que respeten el entorno y que favorezcan la economía de nuestro entorno es una forma de cuidar el planeta mientras cuidamos de nosotros mismos.

La buena noticia es que comer mejor para el planeta casi siempre significa comer mejor para nuestra salud: más frutas y verduras frescas, menos ultraprocesados, alimentos reales y de temporada.

En definitiva, si alguna vez te preguntas "¿y esto de dónde viene?", ya estás dando el primer paso hacia un consumo más consciente. Y eso, en los tiempos que corren, es mucho más que una moda: es una necesidad.