Cada verano se repite la misma escena: alguien saca un táper con pechuga de pollo y lechuga mientras otro se lanza al chiringuito como si no hubiera un mañana. Entre medias, quedamos los que intentamos no naufragar entre la culpa y el placer, tratando de comer "bien" sin convertir el verano en una penitencia.
Pero, ¿y si la mejor dieta de verano fuera precisamente la que no parece una dieta?
La palabra "dieta" sigue generando rechazo. Suena a castigo, a prohibición, a operación bikini con sabor a sacrificio. Sin embargo, su origen griego, diaita, significa "modo de vida". No tiene que ver con contar calorías ni con restringir hidratos, sino con cómo nos relacionamos con la comida. Y el verano, lejos de ser un paréntesis, puede ser una oportunidad para reconciliarnos con ella.
Es más, muchos de los buenos hábitos alimentarios tienen más posibilidades de consolidarse durante el verano que en cualquier otro momento del año. Tenemos más tiempo libre, menos obligaciones laborales, y una predisposición general al disfrute. Esto puede jugar a nuestro favor si lo aprovechamos con intención. Comer bien no tiene por qué ser incompatible con las vacaciones, ni tiene que estar reñido con la improvisación o el placer.
El problema no es el helado, es la culpa
No es el gazpacho lo que nos salva ni la paella lo que nos condena. Lo que muchas veces arruina nuestra alimentación veraniega es la mentalidad de todo o nada: o me restrinjo a base de lechuga, o me lanzo al descontrol como si el lunes fuera a empezar una nueva vida. Esta visión dicotómica genera un ciclo de frustración y culpa que se repite año tras año.
La buena noticia es que no hace falta entrar en esa rueda. Podemos comer de forma más ligera, más fresca y más consciente, sin caer en extremos. Podemos disfrutar de una comida en el chiringuito, de un helado con los peques o de una cena con amigos sin pensar que todo se ha ido al traste.
Y sobre todo, podemos empezar a entender que la comida no es solo gasolina. También es cultura, es vínculo, es emoción. No podemos analizar lo que comemos en verano como si fuéramos robots. Los reencuentros, las sobremesas largas, el picoteo al atardecer… también forman parte del "comer bien" si lo miramos con otros ojos.
Comer bien no es comer perfecto
Tener unos días más desordenados no convierte tu alimentación en un desastre. Lo que cuenta es la media. Si el 70 u 80% del tiempo comes de forma que te sienta bien, te nutre y te da energía, no pasa nada por que haya un 20 o 30% más social, improvisado o festivo.
Además, el verano nos lo pone fácil para comer bien si lo enfocamos desde la sensatez y no desde la obsesión. Hay más frutas, más verduras, más ganas de cosas frescas. Un melón bien frío, una ensalada con tomate que sí sabe a tomate, una sandía compartida en la playa… No hace falta forzarse, solo prestar un poco de atención.
Una "dieta de verano" que funcione no te hace sudar contando macros ni mirar con desconfianza una jarra de gazpacho. Es aquella que:
- Se adapta a ti, no tú a ella. Si estás en el sur, aprovecha el salmorejo y el pescado azul. Si estás en el norte, juega con la huerta y las legumbres frías.
- Te permite disfrutar sin culpa. No hay alimentos prohibidos, hay contextos. Un helado artesanal con tu hija después de un paseo no es lo mismo que comerse tres sin hambre solo porque “es verano”.
- Te cuida sin castigarte. Comer fresco, ligero y con sentido no es lo mismo que comer aburrido.
Comer bien no es comer perfecto. Esa idea de perfección alimentaria nos genera más ansiedad que salud. Comer bien es comer con equilibrio, con flexibilidad, con placer y también con criterio. No se trata de eliminar todo lo que “engorda”, sino de incluir más de lo que nos hace sentir bien, de verdad.
¿Y qué pasa con el alcohol, las tapas y los chiringuitos?
No podemos negar que el verano también viene con sus "tentaciones". Cervezas bien frías, bravas, frituras, cócteles, snacks… ¿Hay que evitarlos todos? No. Lo sensato es entender su papel: no son malos en sí mismos, pero pueden desplazar lo bueno si los convertimos en norma.
Un consejo práctico: si vas a disfrutar de un tapeo, acompáñalo de algo vegetal (unas aceitunas, un tomate aliñado), mantente hidratado con agua también, y escucha tu saciedad. Comer con atención y no con prisa marca la diferencia. Y si algún día te pasas, no pasa nada. Compénsalo no con castigo, sino con cuidados al día siguiente.
El verdadero cambio: tu relación con la comida
El verano es una lupa que amplifica lo que ya somos. Si vivimos la comida con tensión, el calor, el descontrol de horarios y las vacaciones solo aumentarán ese malestar. Si por el contrario aprendemos a vivir la alimentación como una parte más del autocuidado, no necesitaremos dietas milagro ni operaciones urgentes.
Como experto en nutrición, cada vez recomiendo menos “dietas” y más formas de comer que tengan sentido para cada persona. Que se integren en su vida, en su cultura, en sus veranos. Que no necesiten empezar el lunes porque ya están en marcha. Que no hagan falta excusas ni permisos para salirse, porque no hay de dónde salirse.
Así que este verano, si quieres cuidarte, empieza por no exigirte tanto. Cocina más sencillo, disfruta más lento, escucha un poco más tu cuerpo y un poco menos a los gurús de internet. Y recuerda: si tu dieta necesita vacaciones, quizás no era una buena dieta.