Sin duda alguna, Stephen King es un autor infravalorado. Su marca de fábrica viene a decir que es escritor bestsellero y que la calidad literaria permanece ausente en su obra. Pero nada más lejos.
Porque cualquier persona que haya leído El juego de Gerald se dará cuenta de que estamos ante un gran literato, uno de esos autores capaces de hacer correr una buena montonera de páginas describiendo un vaso de agua fría, el efecto que produce en una mujer sedienta que intenta alcanzarlo y que no puede; no llega por estar esposada al cabecero de la cama. Sólo Dostoyevski y algún otro fueron capaces de hacer algo así.
El juego de Gerald es la historia de una mujer que es sometida a un juego sádico y peligroso. El sexo combinado con dolor se convierte en un cóctel adictivo para su marido, un abogado adiposo que muere antes de empezar a jugar, dejando a su mujer atrapada como un insecto en una tela de araña. Se trata de una de las novelas más angustiosas de Stephen King, una historia truculenta donde el autor norteamericano rompe la línea continua del relato, volviendo para atrás en sucesivas digresiones que van formando el carácter de la protagonista. Luego están las voces, el monólogo interior influenciado por aquella otra mujer que nos enseñó el desgarro de un alma cuando sufre. Me refiero al dolor universal de Molly Bloom contado por la pluma inquieta de Joyce en su Ulises. Si algo queda claro después de la lectura de El juego de Gerald es que Stephen King es un tipo con talento y muy leído. Pero que mucho.
Como todo tiene su lectura política, podemos tomar la historia que cuenta Stephen King como si se tratase de una alegoría donde la mujer esposada al cabecero de la cama es nuestro país, un territorio castigado por la ignorancia donde los listos viven del cuento y donde el Estado no existe, está muerto. Porque a nuestro Estado le pasa lo mismo que al marido sádico que yace tirado en el suelo mientras un perro hambriento, representando al Capital, hunde los colmillos en sus entrañas.
La mujer es testigo de todo lo que ocurre, pero poco o nada puede hacer. Tan sólo patalear y gritar hasta quedar ronca, pues nada ni nadie va a ayudarla. Mientras tanto, el único refugio es la memoria, el castigo de verse inmóvil como efecto de una causa mayor, la suma de una serie de procesos históricos que la han traído hasta una situación tan definitiva: Franco y la sumisión de muchos a su figura, hombres que luego ocuparon puestos institucionales cuando llegó la democracia y cuyos hijos han heredado la disposición ética de indiferencia; el camelo de los partidos políticos, las sucesivas crisis económicas que han venido a ser sangrías sobre la piel del pueblo y, sobre todo lo demás, un Estado sádico que ha jugado sucio con este país, esposando sus apéndices y limitando sus movimientos hasta el otro día en que el Estado cayó muerto a los pies de la cama.
Mientras el Capital mastica las últimas tiras de carne, yo voy a seguir leyendo a Stephen King. Es de las mejores cosas que uno puede hacer en verano mientras todo alrededor se derrumba.