Vázquez Montalbán dejó escrito que fútbol es una religión que se reza con los pies y que el estadio es su templo; un lugar sagrado donde se dan cita los fieles para celebrar el milagro de cada gol. Por eso, cuando un estadio se viene abajo por derribo, su fantasma se pone a pegar bocados en nuestra memoria. Y no hay quien lo pare.

Algo así ha sucedido con el Vicente Calderón, templo colchonero que acaba de ser demolido para siempre. Desde su inauguración, a primeros de octubre de 1966, cuando Luis Aragonés remató de cabeza un centro por alto del hondureño José Enrique "Coneja" Cardona, hasta el otro día, el Vicente Calderón se ha ido convirtiendo en un recinto sacro y venerable donde generaciones de colchoneros han venido cumpliendo con el ritual.

Si ponemos en marcha el recuerdo, podemos acercarnos a tocar viejos días de gloria, jornadas irrepetibles como las que enfrentaron al Atlético con su antiguo rival, el Real Madrid. A primeros de enero de 1977, los dos equipos se lo jugaron a muerte. Para jolgorio de las gradas colchoneras, el Real Madrid no apuntó gol alguno en el marcador, frente a los cuatro conseguidos por el Atlético. Rubén Cano -delantero centro argentino- marcó dos goles. Los otros dos se los repartieron Panadero Díaz y Bermejo.

Hace cinco años se volvió a repetir el marcador frente al Real Madrid. Los goles fueron de Mendes, Ñiquez, Griezmann y Mandzukic; dichos así, de seguido, los nombres de los jugadores se asemejan a una letanía que los colchoneros recitan con sorna cada vez que se encuentran frente a los fieles del equipo merengue. Pero si hay un pedazo de nuestra memoria que ha quedado soterrado entre los escombros del Vicente Calderón, ese pedazo ha sido la visita de los Rolling Stones a Madrid, el 7 de julio de 1982.

Entre el humo dulce de los canutos y las litronas de cerveza, un nuevo mundo se empezaba a abrir paso en nuestro país, o eso creíamos. La verdad es que la inocencia de los tiempos no nos dejaba ver otra cosa, y aquella tarde de calor tormentoso nos entregamos al ritual del sexo, de las drogas y del rock´n roll sobre la yerba del estadio, de la misma manera que meses después nos entregaríamos en las urnas a un Felipe González que oficiaba de salvador de almas. Sin duda, no hay culpa más sublime que la culpa de la inocencia. Pero no me quiero despistar, tan sólo quiero traer el recuerdo hasta estas líneas y contar cómo, de repente, una tormenta de mil rayos se desató sobre el estadio.

De un momento a dos, la lluvia empezó a caer a mansalva y se llevó los globos, preparados en el escenario, y con los globos empezó a peligrar el atrezo que cubría las torres de altavoces. La cosa pintaba mal, y nadie podía creerse que, en aquellos momentos, atravesando el muro de lluvia, apareciese Mick Jagger dando brincos, cubierto por un capote chubasquero. Cualquier otro grupo hubiese esperado a que amainase para salir, o hubiese cancelado el concierto. Pero aquella tarde, los Rolling Stones hicieron lo contrario a lo que cualquier grupo hubiese hecho. Los Rolling Stones nos hicieron creer que los milagros existen.

El diluvio universal convirtió el Vicente Calderón en el mayor espectáculo del mundo. El guitarrista Keith Richards dijo al respecto que estaba seguro de que cuando muriera, Dios, el Diablo, o ambos, le pedirían que pagase por aquellos rayos y truenos que parecían especialmente descargados para que sus Satánicas Majestades se luciesen.

El fútbol -junto al sexo y el rock´n roll- ha formado parte de la Santísima Trinidad de una generación que ha rezado con los pies. Hay un libro que habla de estas cosas, y no es precisamente de Vázquez Montalbán, sino de Adrián Vogel, se titula "Bikinis fútbol y rock and roll" (Foca), y es un viaje a través de tiempos pasados, cuando las bases yanquis se instalaron en España y la política aperturista de Manuel Fraga trajo a las suecas y los bikinis hasta nuestras costas; tiempos en los que las beatas se hacían cruces ante los ombligos desnudos de las extranjeras, y el fútbol se jugaba con balones de cuero cosidos en el trullo por los represaliados de una guerra civil que sigue latente.

Se trata de un trabajo curioso, una crónica repleta de datos, donde la biografía del autor se mezcla con la memoria colectiva, de la misma manera que el rock se mezcla con el fútbol, opio de un pueblo que se la cascaba a través de los visillos cuando llegaban las suecas en bikini.