Hace poco falleció el fotógrafo Robert Frank, al que los iniciados veneran por su película maldita titulada 'Cocksucker blues'; una crónica prohibida de la gira que se marcaron los Rolling Stones por Estados Unidos en el año 1972; un escándalo que ahora anda por trozos en Youtube.
Con todo, 'Chupapollas blues' no fue el único documento importante que filmó Robert Frank. Años antes, en 1959, había improvisado un cortometraje tan loco como emblemático. Una cinta que tituló 'Pull My Daisy' y que contaba con la presencia de Allen Ginsberg y Gregory Corso, junto a la voz superpuesta de Jack Kerouac que va narrando la historia de una mujer casada que se despierta al amanecer en una habitación revuelta.
Son imágenes que aparecen escritas en un libro definitivo. Lleva por título 'Loca sabiduría' y su autor es James Campbell. Fue editado por Alba Editorial hace algunos años y es de lectura necesaria para toda aquella persona que quiera descender a la cultura subterránea. Según escribe James Campbell, la película 'Pull My Daisy' es un homenaje de la Generation beat a su compañero Neal Cassady, encarcelado en San Quintín por drogas. La relación entre la delincuencia y sus márgenes va a marcar el modo de vida de todos ellos. Ninguno renunciará al crimen. Porque renunciar al crimen hubiese sido como renunciar a la memoria y olvidar que todo empezó con una proposición ofensiva a orillas del río Hudson.
"Si no puedes quererme, mátame", insinuó el hombre de más edad al más joven, clavando su pupila en la blandura de la noche. Según el New York Times, el más joven sacó del bolsillo su navaja de boy scout y la hundió por dos veces en el pecho de su pretendiente, de más edad, al que apodaban 'el Viejo'. Arrastrado por el hedor a sangre de su aliento, el joven asesino se encaminó hasta Bedford Street. A la altura del número 69 detuvo sus pasos y llamó a la puerta. Salió a abrir un tipo flaco, de pómulos marcados y mejillas ligeramente hundidas. Le faltaba el dedo meñique de su mano izquierda y era conocido como el Hombre Invisible. Con un gesto, invitó al joven a pasar. No necesitó escuchar la confesión para saber que aquel tipo al que apodaban 'el Viejo' no volvería a fumar. De esta manera, William Burroughs, el Hombre Invisible, se convertiría en el primer cómplice del crimen cometido por el joven Lucien Carr en la madrugada del lunes 14 de agosto de 1944. El segundo cómplice sería Jack Kerouac.
El tipo al que apodaban 'el Viejo' y que Lucien Carr había matado era David Eames Kammerer. Nació un 2 de septiembre de 1911 en Saint Louis, Missouri y en el momento de su muerte contaba con 32 años de edad. Se trataba de un hombre grandullón, pelirrojo y narizotas, cuya obsesión por el joven Lucien Carr lo llevó a la vida nómada, haciendo de sus empleos un trajín, demandando trabajos para después renunciar a ellos y así poder seguir al joven rubio del que se había enamorado cuando era instructor de los boy scout. Hasta el momento de su asesinato, Kammerer trabajaba de portero en un edificio del Greenwich Village, en Morton Street, a cambio de cubrir sus necesidades más primarias, es decir, la comida y el alojamiento.
Por otro lado, Lucien Carr era un Rimbaud de mirada lasciva y bigotes de ratón que animaba las reuniones. Había nacido en Nueva York, el primer día de marzo de 1925 y, en el momento de cometer el crimen, contaba con 19 años. Se trataba de un joven que siempre andaba lo suficientemente borracho para sacársela y ponerse a mear por la ventana o en el estribo del mostrador de cualquiera de los bares donde solía quedar a beber con el viejo Kammerer, hasta que echaban el cierre. Luego iban hasta el apartamento de Burroughs en Bedford Street, donde se peleaban desnudos por el suelo ante la mirada de un hombre invisible. La ceremonia dramática de los cuerpos luchando desnudos era el preámbulo de un ritual donde los jadeos animaban el descenso.
Por alimentar aún más su enfermedad, el Hombre Invisible se masturbaba hasta despellejarse. Se podía permitir estos y otros excesos. Era un niño bien con estudios universitarios en Harvard y nieto del fundador de la Burroughs Adding Machines, una empresa de máquinas calculadoras que extendía su proyección en un mundo superpoblado donde los recursos alimentarios aumentan en progresión aritmética.
La fórmula algebraica que operaba en su cerebro no estaba exenta de los extraños símbolos que, tras el orgasmo, expresan la ascensión del espíritu desde la misma materia. Sus representaciones mentales respondían al mecanismo que gobierna el mundo con arreglo a cierto álgebra; una combinación de elementos permutables donde el sexo y el crimen son las constantes que traen como resultado la necesidad de ellas. Por lo mismo, la autodestrucción formaba parte de la fórmula. De eso estaba seguro William Burroughs cuando entro en una tienda de la Sexta Avenida donde vendían material de granja. Al final se decidió por la esquiladora de ovejas.
(Continuará)