Con quince años, uno se siente inmortal, libre de cualquier peligro. La percepción del riesgo es bajísima, casi inexistente, y por eso Vanessa, a sus quince años, contestó al whatsapp de Rubén, el gallito del pueblo, un malote seis años mayor que ella que se rodeaba de un halo misterioso en sus redes sociales –"casi nadie me conoce de verdad"–, un imán para cualquier adolescente. Vanessa se despidió de sus padres en su casa de Chella (Valencia) aquella noche de octubre de 2016 y se dirigió al lugar de la cita con Rubén. Nada le podía pasar. Al fin y al cabo, allí estarían también su primo y un amigo, tal y como le dijo a su amiga Sara en un whatsapp.

Vanessa llegó hacia las diez y media de la noche a una casa en la que la familia de Rubén Mañó almacenaba trastos y guardaba a sus perros. En la oscuridad –la vivienda no tenía fluido eléctrico–, guiada tan solo por la luz de su teléfono móvil, Vanessa buscó a su primo, a su amigo, pero allí sólo estaba Rubén. La niña debió comenzar a sentir miedo al poco de llegar. La sordidez del lugar, el olor a alcohol y a marihuana, la testosterona del joven, que se podía percibir en sus gestos, en su voz, despojaron a Vanessa del manto de invulnerabilidad. Quince minutos después, la menor dejó de respirar. Primero le llovió una cascada de golpes en la cabeza y en la cara, que la debieron aturdir casi por completo. Con el rostro macerado por los puños de Rubén y con el sabor de su propia sangre en la boca, Vanessa, ya inerte, hecha un guiñapo, fue conducida a un cuarto de la planta alta de la casa. Allí, el gallito del pueblo le quitó casi toda la ropa y dio rienda suelta a su maldad. Las lesiones en la vagina y en el ano de la chica no dejan lugar a dudas de lo que pasó. El tormento acabó cuando Rubén sintió cómo a Vanessa se le escapaba la vida mientras él le apretaba la garganta y le fracturaba su frágil hioides.

El asesino no tuvo piedad ni siquiera a la hora de deshacerse del cadáver. El cuerpo de la niña fue arrojado a una sima donde se arrojaban los animales de labranza que morían en Chella. Solo la fortuna hizo que Vanessa, amortajada con un viejo edredón, quedase atrapada en las ramas de un árbol y no cayese al fondo de la sima, donde quizás nadie la hubiese encontrado. La Guardia Civil encontró su cuerpo y se lo devolvió a sus padres. Agentes del mismo cuerpo detuvieron al asesino y lo pusieron a disposición de la justicia. Un jurado popular le ha encontrado culpable de asesinato, agresión sexual y profanación de cadáver. El juez condenará a prisión permanente revisable a Rubén Mañó. Vanessa ya no podrá sacarse su carné de moto, ni estudiar, ni cuidar a su abuela, ni tener una familia. El gallito del pueblo acabó con todo lo que Vanessa era y con lo que podía llegar a ser y dejó a su hermana y a sus padres un vacío que han sobrellevado en la más absoluta soledad, la soledad de las víctimas. De algunas víctimas.