Hagamos un ejercicio de periodismo-ficción durante unas líneas. Imaginen por un instante que una buena mañana los informativos de radio y televisión y las páginas web anuncian que el escritor Roberto Saviano ha sido acribillado cuando iba camino de una conferencia o mientras desayunaba con un periodista. En pocos minutos llegarían las reacciones a tan terrible asesinato y la contextualización del mismo: Saviano es un autor condenado a muerte por la mafia napolitana desde 2006, cuando publicó ‘Gomorra’, una novela que desnuda a la poderosa Camorra. Imaginemos que con el cadáver aún caliente de Saviano, los políticos dijesen cosas como estas: “Condenamos cualquier violencia, venga de donde venga”, “defender la democracia es tarea de todos”, “contra el fanatismo de cualquier clase”, “defendamos la libertad de expresión”… E imaginemos también que tras el atentado, en los medios se publicasen frases como “se desconocen los motivos que movieron al asesino a vaciar un cargador en la cabeza de Saviano”. ¿Ridículo, verdad? Condenar y explicar un atentado contra Saviano sin citar a la Camorra sería de estúpidos, de miserables o de cobardes.

Pues eso es exactamente lo que muchos políticos y medios han hecho con el ataque que ha estado a punto de costarle la vida a Salman Rushdie, un autor al que el régimen teocrático iraní condenó a muerte en 1989. Su editor noruego y sus traductores italiano y japonés han sufrido atentados en estos años y una asociación de clérigos iraníes aumentó la recompensa por su cabeza hasta los más de tres millones de dólares… Pues aún con todos estos antecedentes y con la evidencia de que el responsable de las puñaladas es un devoto chií, muchos han hablado del atentado sin citar el terrorismo islamista.

No sé si en todos aquellos que hacen como si Rushdie hubiese sido apuñalado en una discusión entre hinchas de equipos de la Premier League pesa más la estupidez o la cobardía, pero la ocasión merece recordar que el ataque al autor de ‘Los versos satánicos’ tiene las mismas motivaciones y autores que los atentados que llenaron de cadáveres Madrid, Barcelona y Cambrils en 2004 y 2017; el asesinato de una buena parte de la plantilla de la revista Charlie Hebdo en 2015; los sucesivos intentos de matar a los responsables de las caricaturas de Mahoma publicadas en Dinamarca en 2005; la matanza de la sala Bataclan en 2015; el asesinato del cineasta Theo Van Gogh en 2004; la condena a muerte a la activista Ayaan Hirsi Ali en 2004; el intento de asesinato de la niña Malala Yousafzai en 2012 o la brutal represión de una manifestación de mujeres en Kabul el pasado fin de semana. Toda esa brutalidad, esa sed de sangre, ese culto a la muerte procede de personas que detestan los valores de las democracias occidentales, a los que repugnan cosas como el laicismo, la igualdad entre hombres y mujeres, la libertad de expresión, la búsqueda de la felicidad, la libertad… Todo eso es lo que en sus sueños más húmedos quieren destruir para devolvernos a su medievo de lapidaciones y largas barbas, ese que fugazmente revivieron mientras estuvo en pie el califato de DAESH. Su califato fue aniquilado, pero su ideario subsiste en gente como el hombre que intentó matar a Rushdie, que, díganlo bien alto y claro conmigo, es un terrorista islamista.