A veces me quedo enganchada a los libros por sus últimas páginas. Me refiero a que estoy sujeta ellas, como si hubiera hincado las uñas en su superficie y de ahí colgara, pendular, agarrada a ciertos libros justo por sus finales. Miro hacia abajo y siento, claro, vértigo. No es que lea las últimas páginas una y otra vez, o que me hunda en el clímax del último momento, como una arena movediza. Cuando me pasa esto es porque no quiero soltarlos, no quiero que se acaben, no quiero parar de leerlos. Eso también es porque el futuro da, claro, vértigo. El futuro sin ellos.

Me ha pasado con Carmen Maria Machado y su libro de relatos 'Su cuerpo y otras fiestas'. No quiero leerme las tres últimas páginas del último relato, y llevo semanas arrastrando el libro conmigo a todas partes. Además de este, llevo otros, porque en realidad este ya me lo he leído. A punto estoy de acabarlo. De abandonarlo.

El libro de Machado es un libro de ciencia ficción, a veces, o de terror, a veces, o simplemente un libro de desasosiego, porque lo distópico adviene de una profunda extrañeza, de algo que no funciona del todo como sabemos que las cosas funcionan, de algo que parece roto o equivocado y no, está así programado, así diseñado, y si parece una fatalidad es porque no hay otro remedio. El género de Machado tiene vértebra propia: hace que abras los ojos con estupor y te lamentes, porque no deberíamos haber llegado a esto y aun así hemos llegado. Machado pone el ojo en la mujer y apunta, tan sutil, tan desarmada, tan redonda.

A mí me da vértigo, por eso no quiero acabarlo. De algún modo siento que esa pandemia a pesar de la que se abrazan es la nuestra, debe de serlo. También creo que la soledad de esa otra mujer que huye es nuestra soledad, y es muy evidente que las mujeres transparentes (que luego van desapareciendo) son nuestras mujeres. Igual que, y aquí no tengo duda, las mujeres que se someten a esa operación por la que jamás volverán a sentir apetito, ni algo parecido a las ganas, son las mujeres que tenemos, son las mujeres que somos. Estoy segura: las mujeres de Machado somos todas nosotras, amando a mujeres o a hombres y destrozándonos a veces y teniendo hijos a veces sí y a veces no y asumiendo responsabilidades inconmensurables o ridículas y trabajando en trabajos de mierda porque el mundo es un lugar bastante hostil y en perpetua combustión. Es un muy buen libro y me da vértigo, por demoledor y por exacto en sus símiles. No quiero que se acabe, aunque ya lo he leído.

He comenzado a ver la serie inglesa 'Years&Years' y también me da vértigo: un vértigo del tipo «dentro de poco o seguramente mañana mismo todo será una rabiosa locura porque ya lo es y en realidad siempre lo ha sido no hay más que deriva». Es el mismo vértigo que siento cuando leo hoy acerca de Boris Johnson. O cuando me entero de que el calentamiento global se está produciendo en el 98% del planeta a la vez. Puedo poner tantos ejemplos como estrellas caídas. En el fondo no es más que un vértigo parecido al de coger un avión y atravesar el Atlántico, dejando atrás a tu familia, por ejemplo.

Pero en todos estos vértigos hay algo de irrealidad, de coraza; incluso en el vértigo perfecto que siento al leer el libro de Machado. Es la estúpida (y en cierto modo ingenua) sensación de estar asistiendo al deshielo solo desde la barrera. La constatación de los abismos puede equivaler a una hipocondría, aunque ni siquiera la Antártida resista.

Mientras, a mis espaldas, un generador que chupa la energía de cien mil almas, arrastrando a su cien mil familias y resecando sus cien mil terrenos ya yermos de prosperidad, se compromete a mantenerme bien fría, alojada en mi iglú de privilegios, aquí, temblando un poco, lo justo, un ratito venturoso al día, esquivando, saltando de oca en oca, expectante, aguardando el azote verdadero de un drama de la vida real.