La primera fue la peste bubónica, que era considerablemente más desagradable que el coronavirus, con sus pústulas supurando, su molesta necrosis, delirios, los siempre incómodos vómitos de sangre y los poco estéticos ganglios inflamados, se llevó la vida de entre el 40% y el 60% de los sufridos europeos del siglo XIV en varias oleadas. La transmitían las pulgas de ratas infectadas y se combatió a base de avemarías y padresnuestros con el esperable éxito. Los galenos de la época eran partidarios de tratamientos clásicos como el sangrado, que acababa dejando al paciente todavía más baldado, incluso suspirando por la parca. En la península ibérica los habitantes bien pudieron pasar de seis millones a dos y medio. Zonas como Florencia y la Toscana tardaron hasta dos siglos en recuperar el número de habitantes previo a la pandemia. Actualmente se trata con simples antibióticos y tan sólo se contabilizan media docena de casos al año en zonas ignotas de Mongolia y China por degustar algún animal salvaje en forma de carpaccio.

La viruela, que nos lleva acompañando fielmente desde que salimos de África para colonizar el mundo, se puso muy de moda allá por América en 1520. Mientras los españoles traíamos patata, tabaco y oro, mucho oro, exportábamos a los indígenas curas, venéreas y viruela, algo para lo que no estaban preparados. Aunque a la larga los de la tonsura y el hábito causaron más desmanes, la infección del virus Variola redujo la población indígena de 14 millones antes de nuestra llegada a 1'5 en el siglo XVIII. Eso sí, era una enfermedad muy transversal, que lo mismo dejaba a los aztecas sin líder que apiolaba a Luis I "el bien amado". Para finales de los 70 y una vez superado un brote en Somalia, el mal de la viruela quedaba erradicado y el virus confinado en estado criogénico en el instituto VECTOR de Novosibirsk y el centro de enfermedades de Atlanta, para disgusto de los biólogos que piden eliminar las muestras y evitar así accidentes . Edward Jenner había vencido a la enfermedad y parido un nuevo término médico durante su trabajo: vacunación.

En 1918 y con el recuerdo fresco de las matanzas en los campos de Europa, llegó la mal llamada "gripe española", pues aunque sacudió a España como a una estera con 8 millones de afectados y 300.000 muertos, no parece que su origen estuviera en estos pagos. Se sospecha que esta "influenza virus A" subtipo H1N1 pudo cuajar en las trincheras francesas entre obuses y cargas a bayoneta. Al calor del fango, la falta de higiene y las ratas del tamaño de yorkshires. Se cree que el precursor fue un virus aviar que mutó y saltó al ámbito porcino y de ahí, por contacto directo, al humano. No se sabe con exactitud cuántos sucumbieron a la gripe, pero se calculan 40 millones de víctimas para una pandemia que tuvo sus primeros casos en un cuartel militar de Kansas entre los repatriados de la gran guerra. España no ocultó los informes sobre la enfermedad y alertó de sus riesgos recibiendo como premio la paternidad de la histórica gripe. Desde entonces cargamos el baldón de acunar tamaña miasma. Para 1920 la epidemia ya había segado las vidas de casi el 20% de los afectados, entre los que estaban el poeta Apollinaire, el pintor Klimt o la estrella de Hollywood Harold Lockwood. Aquí en España casi se lleva por delante a Alfonso XIII, pero ya se sabe de la proverbial suerte de los Borbones. Al final intervenciones no farmacéuticas como las cuarentenas, higiene personal, uso de desinfectantes y limitación de reunión permitieron controlar la pandemia. Aun no existía vacuna para la infección.

En los 50 llegó la gripe asiática o de Hong-Kong, formada por una virulenta alianza entre gripe humana y aviar. De nuevo alguien echó al caldero el pato que no debía. Pero esta vez estábamos preparados: la vacuna y antibióticos limitaron su propagación y la mortalidad no pasó del millón de muertos. Un mal de segunda división para lo que estábamos acostumbrados. Pero el virus no se fue en silencio, aún tuvo tiempo de evolucionar y muscular hasta provocar una nueva pandemia en el 68, que se propagaría hasta EEUU en el organismo de los soldados que volvían de Vietnam. Apaleados, engañados y para más inri, con un souvenir del Mekong en forma de sudores y fiebre alta. Esta mutación sigue en circulación y es una de las cepas estacionales que nos visitan. Un último recuerdo de los tiempos de la guerra fría.

En 1980 llegó una enfermedad que no vino sola. Al VIH le acompañaron males aún hoy en día sin vacuna como la intolerancia, la homofobia o los prejuicios. De origen también animal, una vez más. Aún vigente aunque controlada en el primer mundo, el SIDA se ha llevado ya a la tumba a más de 32 millones de seres humanos. Sólo el año 2018, como quien dice antes de ayer, se cobró más de 700.000 víctimas. Casi todas en África, donde el acceso al tratamiento, los retrovirales o las pruebas diagnósticas, no es ni fácil ni común, ni mucho menos barato para la renta local. En la próspera occidente sigue sin haber cura, pero se ha convertido la enfermedad en algo crónico y controlable a base de ingesta de cócteles de diferentes y variadas drogas.

Así llegamos hasta nuestra siguiente pandemia, la influenza A o "gripe porcina" de 2009. Cuarenta años después, la gripe nos sorprendía con una nueva y animada mutación con la que inició una triunfal gira mundial de un año de duración. ¿Su origen? El habitual: exponerse a contacto con aves o marranos infectados. Otra ave exótica servida marinada para disgusto de la humanidad. Al menos una de cada cinco personas en el mundo resultó infectada, aunque afortunadamente, resultó ser un virus con cierta empatía por sus huéspedes y su tasa de mortalidad era de sólo el 0'02%. 19.000 muertos en total. Eso sí, afectando sobre todo a niños, los principales objetivos de este enésimo ataque gripal con origen en un animal.

En 2014 y de nuevo por manipular y cocinar cadáveres o ejemplares enfermos de animales salvajes como chimpancés, murciélagos o monos, nos llegaba la enésima pandemia: el ébola. Curiosamente aquí se dio un fenómeno poco común en la historia de las pandemias: todas las instituciones y actores se involucraron activamente desde el brote. La OMS, organizaciones internacionales y locales saltaron al modo de emergencia con una importante inyección económica que permitió tener el ébola controlado a tiempo de enfrentarse al coronavirus. Y, contra este último visitante, el continente africano va a necesitar todos sus escasos recursos.

En 2002 llegaba el SARS, la primera pandemia del siglo XXI, con origen en China, de propagación supersónica y con el murciélago de herradura como reservorio del virus. Lo que viene siendo un coronavirus de libro. Hicieron falta cuarentenas y restricciones a las lineas aéreas para limitar el tema a menos de 800 muertos. Un 10% de mortandad para el primo pequeño y apocado de lo que estaba por llegar: el Covid-19.

Si hay un nexo común entre todas estas pandemias es que las enfermedades se han transmitido por contacto con animales. Picaduras, mordeduras o por directamente comernos en tartar ese pangolín enfermo o ese murciélago febril con apenas un aliño. Países como China no hacen cumplir legislación alguna en el consumo o almacenaje de animales silvestres, el cambio climático multiplica la población de animales portadores de enfermedades, y el ser humano invade las zonas salvajes alterando su relación con otras especies. La zoonosis, las enfermedades propias de animales que se transmiten a personas, son cada vez más comunes. El 60% de las enfermedades infecciosas son zoonosis, y este dato seguirá aumentando.

El comercio ilegal de animales salvajes confinados en jaulas para ser vendidos como alimentos o medicina era habitual en el mercado de Wuhan, como lo es en toda China, donde comer mapache, oso, cobra frita o puercoespín es habitual, hasta convertir al país en el mayor consumidor mundial de animales silvestres. Con el 70% de las infecciones de humanos con origen en animales, convendría presionar a China (quien se atreva, claro) para una prohibición permanente de este tipo de delicatessen culinarias.

De momento el gobierno chino anuncia una prohibición temporal de consumir especies salvajes, como lo hizo durante la crisis del SARS, con idéntico origen, pero no parece que vaya a echar el cerrojo definitivo a una práctica tan peligrosa. China debería aprender de su enésima crisis sanitaria y sus efectos a nivel mundial y comprometerse a cerrar un mercado tan lucrativo como peligroso. Mantener abiertos los mercados de animales salvajes ha costado ya miles de vidas, puestos de trabajo y el confinamiento de decenas de países. La próxima pandemia podría ser peor.