El pasado 30 de noviembre se inauguró en mi ciudad, A Coruña, una escultura con motivo de la primera expedición internacional de vacunación, la expedición Balmis. Fui a verla después de que en Europa se autorizase la primera vacuna de la COVID-19, después de que se anunciase que la campaña de vacunación en España empezaría el 27 de diciembre. La escultura retrata a la enfermera Isabel Zendal junto a unos niños vacuníferos, los portadores de la vacuna de la viruela. El 30 de noviembre 1803 partieron del puerto de A Coruña y se embarcaron en una travesía en la corbeta María Pita durante casi tres años. La expedición Balmis fue la aportación española más importante a la historia de la salud pública.

No se ha registrado ningún caso de viruela desde 1977. La viruela fue la primera enfermedad erradicada gracias a las vacunas.

En 1803 no se sabía de la existencia de microorganismos. Los virus se entendían como venenos, no como entidades biológicas. El médico Edward Jenner había observado que las ganaderas quedaban protegidas de la viruela al desarrollar en sus manos unas pústulas benignas cuando ordeñaban a las vacas infectadas por las viruelas vacunas. Aquellas pústulas las inmunizaban contra la viruela humana. Por aquel entonces no había ensayos clínicos protocolizados en fases, ni miles de voluntarios como ahora. La eficacia y la seguridad de la vacuna se probó con unos hombres a los que se les inyectó el exudado de las pústulas de una ganadera. Aquello les protegía de la enfermedad, pero no se entendía cómo funcionaba. La vacuna consistía en inyectar el virus de la viruela de las vacas, de ahí la etimología de la palabra vacuna. Ahora sabemos que era una suerte de vacuna de virus atenuado capaz de despertar al sistema inmunitario y prepararlo para enfrentarse a la viruela humana.

En la corbeta no había contenedores con hielo seco en los que mantener refrigeradas las vacunas a temperaturas bajo cero. El médico Francisco Javier Balmis, quien dio nombre a la expedición, fue quien tuvo la ocurrencia de inocular el virus a niños y usarlos como viales vivos en los que transportar la vacuna hasta Venezuela, México, Filipinas y China.

No había artículos científicos, ni papers, ni preprints, ni revisión por pares. Edwar Jenner publicó sus hallazgos en un libro. El virus de la viruela se cebaba fundamentalmente en niños menores de diez años, causando la muerte al 30% de los infectados. Los supervivientes se quedaron con los rostros marcados de por vida con pequeñas hendiduras en la piel. Muchos además se quedaron ciegos. Había una variante que causaba terribles hemorragias y era tan letal como el ébola, matando al 90% de los infectados. La viruela fue como una película de terror que empezó en el Paleolítico y que no terminó hasta la edad moderna. Se estima que en el siglo XX las viruelas mataron a 300 millones de personas.

La historia de la vacuna de la COVID-19 ha sido mucho más breve. Comenzó el 31 de diciembre de 2019, cuando China notificó a la OMS los veintisiete primeros casos de neumonía severa de origen desconocido. Una semana después se logró identificar al causante: un nuevo coronavirus. Dos días después, el 10 de enero, ya se había descifrado su código genético. Desde entonces se han publicado más de ochenta mil estudios relacionados con la COVID-19. En noviembre varias farmacéuticas anunciaron haber conseguido vacunas seguras y de gran eficacia. En menos de un año arrancaron las campañas de vacunación. Esta es la mayor proeza científica de la historia.

Las vacunas aún no nos permiten poner el punto final a la pandemia. Quedan obstáculos por sortear, algunos daños serán irreparables, surgirán nuevas dificultades y algunas incógnitas quedarán en el aire durante largo tiempo. Las vacunas no son el final, pero en menos de un año nos han permitido vislumbrarlo.

Todo el proceso de obtención de vacunas se ajustó a los exigentes requisitos de la ciencia actual. Todo ha ido muy rápido porque podemos y porque nos va la vida en ello. Se ha dedicado un enorme esfuerzo humano y económico en poner fin a este horror cuanto antes. Desde el principio hemos tenido claro que, si la ciencia no consigue parar el coronavirus, no lo conseguirá nada.

El lastre burocrático que tanto entorpece a la actividad científica se ha reducido al mínimo. Gran parte de las comunicaciones entre científicos se llevaron a cabo a través de cauces informales, sin que mediasen editoriales ni instituciones. Las agencias reguladoras, en lugar de esperar a los resultados finales de las vacunas, participaron en la evaluación continua de los ensayos clínicos. Ganar tiempo significa salvar vidas.

Muchos estudios científicos, los papers, se publicaron en abierto incluso antes de ser revisados por pares. En lugar de esperar semanas a que una editorial científica mediase en la revisión y aceptación de un artículo, los resultados se hacían públicos, tanto positivos como negativos. Esto facilitó el trabajo cooperativo de verdad, a escala mundial.

Todo el conocimiento previo acumulado sobre otros virus similares y sus síndromes, como el SARS y el MERS, ha favorecido la rápida obtención de vacunas. La investigación en ciencia básica sobre el sistema inmunitario, los virus, los materiales, la genética… ha facilitado la comprensión de la enfermedad, sus vías de transmisión, su diagnóstico en tiempo récord, y ha servido para precisar las medidas de contención del virus y para desarrollar nuevos tipos de vacunas. Aunque la ciencia básica es inútil por definición, en el sentido de que se fundamenta en la generación de conocimiento por el valor mismo del conocimiento, ha resultado de gran utilidad. A estas alturas la frontera entre la ciencia básica y la ciencia aplicada está muy emborronada.

La ciencia es una de las mayores creaciones de la humanidad. No es perfecta porque nada lo es. De hecho, en su proceso de perfeccionamiento algunas virtudes se han tornado en defectos. El afán de validar cada resultado hasta la extenuación ha culminado en un sistema de publicaciones privatizado, endogámico, lento y opaco. La emergencia sanitaria obligó a desabrochar el corsé del sistema de publicaciones, logrando que la ciencia fuese más ágil, eficaz, transparente y verdaderamente pública.

De repente cualquiera podía acceder al taller de la ciencia. Esto tiene sus pros y sus contras. Hasta ahora la ciencia estaba reservada a la comunidad científica. Solo se enseñaba aquello que se consideraba una obra terminada, lista para la exposición. No se mostraban los descartes, ni las galeradas, ni las pruebas de artista. Pero ahora sí. Por primera vez en la historia reciente la creación científica se mostró tal cual es, con sus procesos a medias, sus errores y sus incertidumbres. Hubo quien no toleró que la ciencia fuese así de humana. Hubo quien comunicó hipótesis y conjeturas como si fuesen certezas. Quedó patente que la cultura científica no solo consiste en hacer acopio de conceptos científicos. No solo es saber qué es un virus, el ARN o una PCR. La cultura científica comprende los principios, fundamentos, extensión y métodos de la ciencia, es decir, su epistemología.

De todo esto extraigo dos aprendizajes, más bien constataciones. La primera es que la burocracia no sirve para garantizar el buen hacer en ciencia, sino que es un lastre, y que el método científico no puede consistir en algo tan anacrónico como un sistema de publicaciones dependiente de editoriales que privatizan el conocimiento científico. La segunda es que el presente siempre es el mejor momento de la ciencia. Por eso se pudo secuenciar el genoma del SARS-CoV-2 en días y obtener, producir y distribuir una vacuna eficaz y segura en once meses. Toda la humanidad se beneficiará de los logros de la ciencia. Estamos asistiendo en directo a un momento histórico. Esto es historia de la ciencia, historia de la humanidad.