Entre todas las demandas que están haciendo los agricultores (reclamaciones de índole económica, que tienen que ver con las importaciones, el etiquetado, la burocracia, la digitalización, etc.) hay algunas que tienen una relación directa con la ciencia. Son principalmente dos. La primera es contra la competencia desleal, algo que tiene que ver con la adecuación a normativas sobre el uso de fitosanitarios, herramientas de edición genética y sistemas de cultivo que en Europa no se permiten, pero sí en países de fuera cuyos productos se pueden vender dentro de la Unión Europea. La segunda tiene que ver con las medidas para luchar contra la sequía, algo que comprende un plan urgente de gestión de los recursos hídricos, el uso de semillas resistentes a la sequía que en Europa todavía no están permitidas, fármacos contra la sequía o herramientas de inteligencia artificial para optimizar los bancos de semillas y preservar la biodiversidad. Las administraciones han puesto palos en las ruedas del avance científico y tecnológico provocando que Europa sea menos competitiva y sostenible que el resto.

Los alimentos importados que vienen de fuera de la UE tienen que cumplir los mismos requisitos de seguridad alimentaria que los producidos dentro de la UE. Tienen que certificar que son seguros para el consumo humano. Sin embargo, no tienen que cumplir con los mismos requisitos de producción. Esto no significa que los métodos productivos de fuera sean siempre más contaminantes o menos éticos. De hecho, en algunos casos son más eficientes y rentables precisamente porque utilizan los avances científicos y tecnológicos a su favor. Aunque sí hay otros casos en los que se fuerza la producción de maneras poco éticas, sin respetar los derechos laborales mínimos, abusando de fitosanitarios y agotando los suelos por no rotar adecuadamente los cultivos. Es lógico que, ante este escenario, los agricultores demanden criterios homogéneos. Si los que producen en la UE tienen que adecuarse a unos requisitos de producción, lo que se venda aquí también debería cumplir las mismas condiciones.

Una de las resistencias al avance científico que más ha lastrado la agricultura europea es la oposición al uso de herramientas de edición genética. Llevamos siglos domesticando plantas para poder alimentarnos de ellas. La agricultura es, por definición, la domesticación de la tierra. Utilizamos híbridos, que son mezclas de unas partes de unas planta con otras, como ocurre en muchos viñedos para hacerlos resistentes a plagas, cuyo tallo pertenece a una especie y la parte arbórea que da fruto a otra. También se han cruzado especies, se han seleccionado semillas, y antiguamente se sometían a radiación ionizante para provocar mutaciones aleatorias con la esperanza de que algún mutante diese más frutos o frutos más apetitosos. La mayoría de los vegetales que consumimos en la actualidad son fruto de estas prácticas y en nada se parecen a los frutos originales.

Las herramientas de edición genética permiten modificar los genes de las plantas de forma selectiva en lugar de aleatoria, buscando los especímenes que mejor se adaptan a nuestras necesidades y a las necesidades del terreno. Por ejemplo, el famoso maíz BT, que es un transgénico, es resistente a la plaga del taladro. El sorgo, que es uno de los cereales que más se consumen en África, se ha editado genéticamente para hacerlo resistente al parásito que estaba acabando con las cosechas. En EE. UU., Japón y Argentina también se cultivan cereales editados genéticamente que son resistentes a la sequía, haciendo que sus raíces laterales sigan creciendo en busca de agua a pesar del estrés hídrico. Estos cereales se importan en la UE, pero no está permitirlo producirlos dentro.

Hay un claro consenso científico: el uso de nuevas tecnologías haría que la agricultura fuese más eficiente y respetuosa con el medioambiente. Sin embargo, sigue habiendo reticencias hacia las herramientas de edición genética, y al avance científico y tecnológico en general. Este miedo al progreso científico tiene un origen diverso y complejo. Una de las razones principales es la incultura científica, por ejemplo, se ha determinado que ocho de cada diez personas afirman que no se comerían un tomate con genes –todos los tomates tienen genes, igual que tienen genes todos los seres vivos–. Esto deriva en que las normativas se adaptan más a la opinión pública que al verdadero conocimiento. El caso concreto de la edición genética además ha sido promovido por grupos ecologistas que desgraciadamente gozan de prestigio y credibilidad, como por ejemplo Greenpeace, uno de los grandes promotores de desinformación acerca de los avances en química y biología que habrían sido de gran ayuda para la agricultura, para la adaptación al cambio climático y para la lucha contra el hambre.

Afortunadamente, ya se comienzan a atisbar cambios de opinión y de regulación con respecto a algunos avances científicos, siendo el más notorio el relativo a la herramienta de edición genética CRISPR. Esta tecnología permite 'cortar y pegar' secuencias genéticas de forma rápida y precisa. Es una herramienta que se puede usar para combatir enfermedades con base genética, por lo que ha gozado casi desde sus inicios de muy buena imagen pública. Esta herramienta también se puede usar para editar plantas, y recientemente, el pasado mes de febrero, se aprobó la propuesta de la Comisión Europea para integrar esta nueva técnica genómica en la agricultura. Todavía queda un largo proceso legislativo para aprobar definitivamente el uso de CRISPR en Europa, por lo que los agricultores tardarán años en beneficiarse de esta modificación legal. No obstante, este cambio de postura es muy esperanzador.

Espero que las protestas de los agricultores sirvan para abrir paso a un futuro en el que se integren los avances científicos y tecnológicos del presente. La edición genética, el uso de inteligencia artificial para crear bancos de semillas que preserven la biodiversidad, el uso de fármacos contra la sequía y de fitosanitarios que de verdad se regulen por su impacto ecológico –no ideológico–, colocarían a Europa en la vanguardia de la agricultura, haciéndonos más competitivos y sostenibles.