Jean Delumeau en su tratado El miedo en Occidente narra cómo se construye el miedo colectivo en las sociedades y cómo se desarrolla en diferentes escenarios a lo largo de la historia, guerras, terremotos o pandemias. Para el pueblo la búsqueda de respuestas a la peste estaba en la culpabilización, en una acusación generalizada de minorías que difundían deliberadamente la enfermedad, personas a las que había que buscar para castigar. Se les llamaba "sembradores de peste". Esos colectivos solían ser parte de los que ya estaban criminalizados para, atendiendo a los prejuicios, acabar de pronto con dos pestes, la real y la imaginada.

Según Jean Delumeau, "los potenciales culpables, sobre quienes puede volverse la agresividad colectiva, son, ante todo, los extranjeros, los viajeros, los marginales y todos aquellos que no están perfectamente integrados en una comunidad, bien porque no quieran aceptar sus creencias —tal es el caso de los judíos—, bien porque ha sido preciso rechazarlos por razones evidentes a la periferia del grupo —así, los leprosos—, bien, simplemente, porque vienen de otra parte, y por este motivo son, en cierta medida, sospechosos (encontramos entonces la desconfianza respecto al otro y al lejano analizado más arriba). En efecto, los leprosos fueron acusados, en 1348-1350, de haber difundido la Peste Negra. El aspecto horrible de sus lesiones pasaba por un castigo del cielo. Se les acusaba de pícaros, de "melancólicos" y de lascivos. También se creía —concepción que pertenece al universo mágico— que, por una especie de transferencia, podían librarse de su mal saciando sus deseos sexuales sobre una persona de buena salud, o matándola [116]. En 1321, es decir, veintisiete años antes de la Peste Negra, habían sido ejecutados en Francia algunos leprosos acusados de haber envenenado los pozos y las fuentes".

En Alemania durante la peste los culpables eran los judíos, a los que masacraban en masa en 1348 grandes pogromos. En Cataluña, a partir de 1348 en Tárrega se asesinó a más de trescientos al grito de "¡Muerte a los traidores!". Cuando los judíos no podían ser culpados de todo se buscaba a los extranjeros: "En 1596-1599, los españoles del norte de la península ibérica están convencidos del origen flamenco de la epidemia que les asalta. Creen que ha sido traída por navíos procedentes de los Países Bajos. En Lorena, en 1627, la peste es calificada de "húngara" y en 1636 de "sueca"; en Toulouse, en 1630, se habla de la "peste de Milán". No solo ocurrió con la Peste Negra. En New York culparon a los migrantes italianos del sur en 1918 de la gripe por su modo de vida ruidoso. Una gripe que se llamó española, mientras con la crisis del Covid-19 la denominación de virus chino por parte de la extrema derecha, en EEUU y en España, ha sido habitual.

Y las brujas, cómo no, las mujeres incomprensibles que eran responsables de todos los males. Para Martin Ostorero "las brujas son el nuevo chivo expiatorio de la cristiandad, después de los herejes, los leprosos y los judíos". Y las brujas de nuestro tiempo son las feministas. Nombrar a los culpables hace comprensibles catástrofes como los de una pandemia. Es la manera de buscar seguridad y de encontrar un remedio asible al alcance de cualquier prejuicio sin necesidad de tener el conocimiento científico necesario. La extrema derecha española, que ya alcanza a la mayoría del PP y que se ha criado en un concepción católica, es muy temerosa y necesita encontrar culpables que le reafirmen en sus ideas. Para la crisis del Covid han encontrado a las feministas por encima de todo.

Un vídeo en el que Irene Montero reconoce en el previo de una entrevista que la afluencia al 8M fue menor por el miedo al coronavirus y que la comunicación del Gobierno se basa únicamente en criterios de salud pública ha sido utilizado para incidir en la campaña de culpabilización de la peste a las feministas. No hace falta demostrar ni probar por qué lo que se dice en el vídeo de manera racional da la razón a las tesis del Gobierno, es inútil cuando lo que se busca es la demonización del adversario. La conciencia crítica para quien quiera ejercerla, no estamos aquí para convencer a fanáticos.

Irene Montero representa todo lo que la construcción del poder de clase odia. No soporta que una mujer, joven, feminista, preparada, irreverente y que ha trabajado de cajera ocupe una posición de poder que la derecha siempre ha considerado propia por voluntad divina. Una insolencia. Su condición de ministra de Igualdad, la mayor representante institucional del pensamiento feminista, la hace el objetivo fundamental de sus prejuicios y miedos. La cabeza visible en la que concretar su odio visceral a la manifestación del 8M.

El escritor Alessandro Manzoni en su novela La columna infame narra la historia del barbero Giangiacomo Mora, que fue acusado de ser un sembrador de peste por untar puertas y ventanas con veneno en connivencia con el comisario de Salud Pública. El Senado los condenó después de haberlos declarado enemigos de la patria a una horrible tortura. La historia de los dos desgraciados fue esculpida en una placa ubicada en un memorial en Milán cerca de la plaza de Tessino que permaneció en pie hasta el año 1778. Un aviso perdurable a traidores de la patria y sembradores de la peste. La cabeza de una feminista sería un buen trofeo que poder ubicar en medio de la plaza a imagen y semejanza de la Columna Infame.