Son las 9:15 de la mañana en una casa cualquiera. Se respira cierto ajetreo en los cuatro miembros de la familia. Se escucha el pitido del microondas que avisa de que el café ya está caliente, la tertulia política de la radio de fondo, las idas y venidas por el pasillo. Huele a pan tostado y faltan camas por hacer.

Son las 9:15 de la mañana y hay dos ordenadores encendidos. De uno de ellos surgen instrucciones bien precisas: "Un, dos, tres, cuatro. ¡Vamos, chicos!", dice el profesor. Hoy es lunes y es día de cuatro horas de gimnasia, recuerda el niño de diez años que salta exhausto con su pantalón de chándal dos tallas más grande y su camiseta del Arsenal sobre la camiseta térmica. Un look poco apropiado para ir por la calle y prohibido por las normas del estilo de su colegio, pero impecable para las clases online desde el calor del hogar.

"¡No me miréis, por favor!", grita el niño muerto de risa a sus padres cuando estos asoman. Un poco después, recurrirá a su ayuda para resolver un crucigrama que también forma parte de las actividades de educación física. Bastante después, a eso de media tarde, pedirá auxilio con un ejercicio que se le atraviesa de inglés y que debe entregar al día siguiente.

Mientras, la niña de segundo de la ESO asiste con cara de hastío a la clase de Valores del instituto. En la pantalla de la tablet, un artefacto heredado de su abuelo, el profesor explica lo que es el techo de cristal. Pero pocas cosas estimulan en la adolescencia y demasiadas cosas distraen.

Con las piernas encima de la mesa, el pijama y la bata como uniforme, la cara sin lavar y el moño a medio hacer, tiene la actitud y la energía de cualquier lunes. Sólo resucitará cuando, a las 15:15, se despida hasta el día siguiente de sus compañeros - "Au revoir", porque toca francés al final de la jornada- y vea el plato de pasta que le espera para comer.

Todo cansa y todo les pesa. A los menores pero también a los padres, que se turnan como pueden para utilizar el ordenador que les queda disponible. Es una suerte que podamos trabajar desde casa y los niños no sean tan pequeños, pensamos. Es una suerte que tengamos varios ordenadores, insistimos, porque conocemos a otros padres que deben manejar estos asuntos con un teléfono móvil. Es una suerte no tener que recurrir a los abuelos, salvavidas en éstas y tantas ocasiones, como sí deben hacer otros. No sé de qué nos quejamos, pienso. No haberlos tenido, dirá la mujer que yo era antes de ser madre.

Pero esta fortuna a veces se torna en desgracia. Cuando hace falta silencio y éste se interrumpe por una inoportuna pelea entre hermanos, cuando una reunión coincide con la hora del recreo, cuando la cámara está encendida y en la trasera asoma la adulta de la casa recogiendo la ropa del tendedero, cuando cuesta media vida escribir un párrafo o revisar un documento. Cuando compruebas que nueve días después del paso de Filomena la nieve está ahora acompañada de decenas de bolsas de basura. Cuando en el fondo no las tienes todas contigo y nada te garantiza que los niños puedan volver a sus lugares de estudio este miércoles.

Es entonces cuando sólo te queda recurrir al humor negro y a las referencias culturales populares y piensas que, si esto continúa, no es descartable alguna escena de esos telefilmes en los que solo ocurren desgracias mientras llueve torrencialmente, no hay luz y te microinfartas por culpa de las pisadas de un gato al que confundes con el asesino en serie.

Un mes llevan los estudiantes madrileños sin ir a clase. Un mes, que se dice pronto. Por culpa de una nevada convertida en helada y en mugre. Y desde el 11 de marzo, la fecha en la que se cerraron los colegios en la comunidad, han ido sólo tres. Y asoman las secuelas.

"¿Cuánto se puede sostener esta situación de trabajo-niños-casadiminuta-telecole? De marzo a hoy no llego a nada. Casi un año, mas los seis anteriores. Vivo en un estado de agotamiento y culpabilidad permanente", escribía el pasado 10 de enero la periodista Diana Oliver en twitter. Que levante la mano quien no se sienta identificado.