Huele a dióxido de nitrógeno en la terminal 1 del aeropuerto de Barajas. El sol de junio aprieta de buena mañana y los taxistas bromean entre ellos mientras esperan la llegada de los clientes. Los chistes y los chascarrillos incluyen ahora mascarilla y mucha más paciencia, porque el tiempo pasa mucho más despacio por culpa de la escasez de turistas y hay que renovar el repertorio. La vacuna gana por goleada entre los temas de conversación.

La acera está llena de gente, separada con la rigurosa distancia de seguridad. Se mezclan fumadores y no fumadores y el cristal del edificio está lleno de huellas. Son los dedos y las manos de los que intentamos descifrar las pantallas con la llegada de los vuelos. En la puerta de la terminal, vacía y acordonada, un amable guardia de seguridad nos recuerda que la pandemia nos obliga a esperar fuera del edificio. "No se preocupen, que los que vengan no tienen más remedio que salir por aquí", nos dice.

Asiento obediente porque una ha venido a este mundo a obedecer siempre a las autoridades, miro el reloj y agradezco haber llegado sólo cinco minutos antes de la hora prevista de aterrizaje.

Sonrío al pensar en la bronca de mi madre, que se habría hecho fuerte en la puerta con una hora y media mínimo de adelanto, no sin habernos echado la bronca por vivir a muchas menos revoluciones que ella. Luego la imagino espetándole al buen señor que ella ya tiene su sitio favorito en ese aeropuerto desde 1989 y que "si puede hacer usted el favor de dejarme pasar". Luego nos imagino a mi padre y a mí alejándonos lentamente ante su insistencia, haciéndonos los perfectos desconocidos.

Hace año y medio que no veo a mi hermana pero hace muchos años más que no iba a buscarla al aeropuerto. Olvidaba lo que me gustan las salas de espera, sitios en los que parece que nunca pasa nada salvo el tiempo, pero en realidad se ve casi de todo.

La pandemia no ha cambiado algunas escenas y algunos personajes. Está el señor con cara de aburrido que sujeta con dignidad un cartel escrito a mano en el que se lee el nombre de alguien. Esta mañana le tocaba recoger a un señor apellidado Delgado. Están los que esperan con un ramo de flores, impacientes, perdidos, mirando a un lado y a otro para que no se les escape el destinatario de esas imponentes margaritas de colores.

Está el empleado de Aena, que lía el cigarrillo y observa, impasible y sin curiosidad alguna, un paisaje que le resulta demasiado familiar y sin glamour alguno. Estamos los que nos hemos arreglado un poco, aunque no tanto como la veinteañera altísima, cuerpo de diosa, piernas al aire y con extensiones en las pestañas, que observa con benevolencia al resto de mortales. El vuelo procedente de Nueva York llega con unos minutos de retraso.

Durante la espera, mi padre y yo jugábamos a imaginar vidas ajenas. Nos preguntábamos cuánto tiempo aguantarían en su sitio aquellas trenzas procedentes de algún país del Caribe, esas parejas amarraditas como siameses que aterrizaban de su luna de miel, esos abrazos entre hermanos, esos trabajos que pagan viajes en primera.

Enseguida aparecieron los primeros veinteañeros, cargados de maletas, vestidos con camisetas de Tom Brady y mucho más altos de lo que se fueron. Ahí, entre el dióxido de nitrógeno, aguardaban los padres, trajeados, conteniendo la emoción del momento y mirando de reojo el móvil. El correo y las reuniones pendientes.

Enseguida apareció ella. Arrastraba dos maletas, con muchas más cosas de las que necesitará para una semana de estancia. Se dirigió sin mirar en busca del primer taxi disponible. Me acerqué por la espalda: "Disculpe, ¿va usted a algún sitio?".

Me miró como si no diera crédito. Perdimos varios taxis en el abrazo pero yo ya no olía a dióxido de nitrógeno sino a su perfume. Benditas sean las salas de espera del aeropuerto.