Demi viene de Demetria. Uno de esos nombres que agonizan, que evocan a mueble rústico, a mujer rotunda, en la forma y en el fondo. Pero para nosotros, la niña nacida el 11 de noviembre de 1962 con el nombre de Demetria Gene Guynes será siempre Demi Moore. La que dignificó el pelo corto y la alfarería en Ghost, la que se rapó la melena cuando protagonizó La teniente O’Neill mientras las demás no íbamos más allá de las capas en la media melena.

Fue la mujer mejor pagada en Hollywood a principios de los noventa, cuando en España se vivía la orgía de las olimpiadas en Barcelona y la exposición universal de Sevilla. En esa época, cuando era la reina de los billetes, rodó 'Algunos hombres buenos', con Tom Cruise y Jack Nickolson. El podio no impidió que uno de los ejecutivos se preguntara qué demonios hacía Demetria en el reparto cuando no había escena alguna de sexo en la película. Un tipo encantador, sin duda.

La actriz ha sido noticia estos días por reaparecer en un desfile para la firma Fendi en la Alta Costura de París. Con el rostro enjuto, la mirada triste, con una seriedad que no se sabe si fue exigida por el diseñador o porque el gesto se le ha quedado así, desdibujado y desvaído. Demi, que nunca eliminó el apellido que adoptó de su primer marido, camina y flota vestida de negro, con cierto aire al aspecto de su personaje en 'La letra escarlata'.

No sabe que bastarán unos segundos para ser objeto de mofa y carne de meme, la diana perfecta para verter nuestra crueldad desde el sofá de casa. Sí sabe, en cambio, lo que supone el paso del tiempo para una mujer, para una actriz, no digamos para una actriz de Hollywood.

Una industria que no tolera los pechos caídos y los canalillos con arrugas, para la que tuvo que lucir fibrosa y turgente en 'Striptease', cuando ya tenía 34 años y había parido tres hijas. Un sistema que tolera sólo una vez al año, en las portadas, la diversidad, lo curvy y lo diferente.

Una sociedad, la nuestra, enferma de edadismo, que aparta como un mueble inservible a muchas, una vez pasados los 40. Que sólo jalea a las que superan esa edad (véase Jennifer Lopez) si lucen como no hemos estado las demás ni siquiera a los 18. Pero que castiga sin piedad cuando asoman las canas, las estrías y el descolgamiento, como bien se encargan aún de recordarnos algunas revistas bajo el epígrafe de ‘Argg’.

Haciendo un repaso a su aspecto, la Moore ha acabado pagando todos los peajes. Adelgazó y entró en el vestido negro para que Robert Redford le ofreciera un millón de dólares por pasar una noche con ella. Se afinó la quijada, publicaron que se quitó una costilla, se puso unas fundas en los dientes del tamaño de las de Carla Bruni, enormes y fluorescentes. Se dejó la melena por debajo de la cintura, hizo 'Los Ángeles de Charlie' en 2003 y parecía más joven que cuando lloraba por la ausencia de Patrick Swayze en 1990. Se hizo una puesta a punto un poco antes de desfilar en París, si echamos un vistazo a cómo lucía hace unas semanas en su perfil de Instagram.

Si preferimos hacer un repaso a su vida personal, sorprende que siga viva y en pie, lo suficientemente erguida como para recorrer una pasarela. Lo contó ella misma hace un par de años en su biografía, titulada 'Inside out', donde narraba una infancia repleta de traumas vividos en casa con sus padres y posteriormente con su padrastro. Un escenario dantesco al que le siguió una violación, adicciones a las drogas y al alcohol y problemas para asumir y aceptar su cuerpo. También un aborto cuando estaba embarazada de seis meses y sus problemas de fertilidad y lo que eso supuso, infidelidades aparte, en su matrimonio con el actor Ashton Kutchner, 16 años más joven que ella.

"Mis hijas me veían con unas expectativas muy altas y tenía un margen de error muy pequeño", le confesaba a la también actriz Jada Pinkett en televisión. Una frase que desvela un miedo atroz. El de no permitirse un desliz, ni siquiera una pequeña tara. Como actriz, como esposa, como madre, como mortal. El de no reconocerse en el espejo.