Partamos de un ejercicio de sinceridad por mi parte: me cae muy bien Andrea Levy. Me cae muy bien porque nunca me ha hecho nada por lo que tenga que opinar lo contrario. Entra a mi absurdo trapo en redes sociales, me pone de vez en cuando emojis con la carita que llora de risa, va al mismo bar que mi suegro y yo necesito bastante poco más para cogerle cariño a alguien. Soy así, compleja como el mecanismo de un botijo y osada como para que no sigan leyendo más allá de este párrafo.

Me cae muy bien porque sus enemigos en política con los que hablo se esfuerzan en no demonizarla, y mira que podrían. Como tras aquel episodio tan desacertado en el que destacó el collar de arte precolombino de una de las concejales de Más Madrid para salirse por la tangente en una Comisión de Cultura.

"Ojo, que para dar ese detalle hay que controlar mucho", me dijeron cuando yo buscaba cotillear acerca del asunto de ese día. Y así acabó la conversación. Suerte tiene, delegada, con esos enemigos tan discretos en Cibeles.

Quisiera decirle que debería ponerse a dieta en redes sociales y sobre todo contar hasta diez en su querencia irrefrenable a entrar en todos los trapos. Algo innecesario en la vida en general y en la política en particular. Sobre todo cuando se tiene el comodín de desearle un buen día al odiador de turno. Pero temo que me incluya en el pack de pesados paternalistas que se encargan de decirle a una mujer lo que tiene que hacer.

O lo que es peor: que me meta en el pack de comunistas, socialistas, progres y carcas. Y no quisiera morirme sin cumplir con una de mis fantasías: acabar la noche cantando con ella 'Bandido' de Azúcar Moreno en un karaoke. Claro que también me vale Isabel Díaz-Ayuso, siempre que ambas me dejen ser Encarna.

No me gusta, por ejemplo, que parezca estar siempre a la defensiva, con el gatillo fácil ante la mínima crítica, porque siempre me preguntaré por qué no ocupa el tiempo en hacer otras cosas que tienen que ver con su concejalía. Cosas que incluyen, por ejemplo, elaborar una ruta de los mejores torreznos de la ciudad.

Me gusta que Levy diga "Madrit" porque es la prueba más evidente de que esta ciudad acoge. Me inquieta siempre que en sus intervenciones se muestre tensa, como en permanente estado de prueba, mirando la chuleta y mojándose permanentemente los labios, mientras su jefe, el alcalde que han decidido los vecinos y los pactos que sea alcalde, no necesite papeles para mostrarse como es, más rápido y brillante que otros. Aunque a veces, también, le pierda lo de sobrarse.

Me gusta su colección de zapatos y que cada domingo se marque un video con recomendaciones. Me gusta que salga haciendo el ganso, recibiendo a los pajes reales, y que le guste el traperío y la institución, tanto como para salir vestida de Ágatha Ruiz de la Prada y querer hacernos creer que va minimalista. Me gusta permanecer ajena, con ella y con otros animales políticos, a los rumores malignos que les rodean. No lo hago tanto por crédula, sino porque no creo en los seres de luz ni en los currículos sin mancha.

No me gusta que utilice los fueguecitos que a veces ella misma se encarga de encender y que peque de cierto tremendismo, como meter en un jardín a Ibán García, un señor socialista educado y discreto hasta el extremo, convirtiéndolo a su pesar en protagonista de una noticia. Me hace gracia que admire tanto a su jefe, algo tan poco español salvo en casos de extrema necesidad o peloteo.

Tiene una la sensación de que Levy ha venido a este mundo a pasárselo bien, ya sea en política o como tornera fresadora. Ha ido a topar a un partido en el que a ratos chirrías y a ratos encajas. Donde a veces parece sospechosamente moderna y en otras ocasiones encaja como un guante. Un poco Nick Cave y otro tanto Don Patricio.

Ha ido a gobernar en una época en la que la pandemia y la crispación lo fagocitan casi todo. Mucho más que el baile y el buen rollo. Pero no se trata de amargarse, sino de disimular. Sobre todo en redes sociales.