Recuerdo amigos contando céntimos para poder tomarse un café.

Haciendo el amago de sacar la cartera para pagar.

Sabiendo que no tenían dinero suficiente para hacerlo.

Gente que si no cogía el papel higiénico de los baños del centro comercial.

No llegaba a fin de mes.

Personas que ponían en horizontal la bombona para agotarla del todo.

Hasta que tenían que ducharse con agua fría porque no había para más.

Que tuvieron que quedarse en casa sin pandemia alguna.

A partir de mediados de mes.

Porque ya no se podía gastar nada.

Amigos que no podían compartir.

Porque compartir es un privilegio.

Que no se dejaban ayudar.

Porque dejarse hacía tambalear su dignidad.

La precariedad es un ancla que te sumerge en el ahora.

Pero no como la meditación de manera voluntaria y hermosa.

Sino desde la obligatoriedad.

La precariedad son unos zapatos hechos de arena movediza.

Un reloj roto.

Que impide que puedas imaginar.

¿Cómo se vive una vida sin poder imaginar?

Sin futuro.

La precariedad hace las vidas menos posibles.

Invivibles.

Secuestra los días y las noches.

Te hace pensar que no sirves.

Que vales aquello que te pagan.

Que no es nada.

Que si estás en una situación precaria es tu culpa.

Porque no te esforzaste lo suficiente.

Dicen que el trabajo dignifica.

Pues será aquel que no es precario y te condena a un simulacro de existencia.

Porque el de la mayoría de los mortales es una mierda.

Trabajar para sobrevivir.

En algo que detestas.

Que no eres.

Que solo te quema.

Por cuatro perras.

Si queremos transformar las cosas lo primero es darle a la gente esperanza.

No una utópica.

Sino una real basada en derechos sociales y en necesidades básicas cubiertas.

En el mínimo colectivo para que a partir de ahí.

Podamos volver a pensar que otro mundo.

Vendrá.