Me he acostumbrado a no rascarme los ojos. Entiendo que no es la noticia del siglo, pero para mí de verdad que es un cambio. Me di cuenta ayer, que me picaba un ojo y aguanté sin tocármelo, cerrándolo fuerte y abriéndolo, hasta que se pasó. Cada vez que me subo las gafas soy consciente de que lo hago, cada gesto en el que me toco la cara me doy cuenta de que no debo hacerlo.

Cada mañana me levanto una horita antes para irme a un bar a desayunar, para evitar que haya mucha gente (que es un poco absurdo, porque hay tanta distancia entre las mesas que podría ir más tarde, pero me siento más tranquilo así), no salgo más que para ir a currar y un paseo cada varios días. Me lavo las manos antes de ponerme la mascarilla para salir, cada vez que entra un paquete en casa y siempre que regreso de la calle. Llevo conmigo un bote de gel hidroalcohólico con el que me froto las manos, no sé, igual 10 veces al día cuando estoy fuera.

Respiro bien con las mascarillas, que no lo tenía yo claro porque no soy una persona que respire bien de natural. Es algo que tenía que haberme revisado en el médico hace años y que he ido pasando. Pero la mascarilla no me agobia. De hecho, me agobia más no llevarla, porque cuando me la quito para desayunar o cuando me la aparto si me tomo un café mientras camino, me da un poquito de ansiedad. Ahora estoy pensando cómo conseguir que mi hijo mayor soporte bien llevarla.

Yo que me lo puedo evitar, creo que no cogeré el transporte público mucho hasta dentro de mucho. Me encantaba ir en metro, me parece un sitio fantástico para leer y siempre me entretuvo mucho. Pero tengo claro que eso se acabó, porque me parece asumir un riesgo que tengo la suerte de poder evitar. Tampoco me veo haciendo mucho ocio en un lugar cerrado por un tiempo. Me aparto de la gente por la calle, me paro para dejar espacio si veo demasiadas personas a mi alrededor, espero con distancia y paciencia en los sitios y, si lo pienso, es bastante raro que me acerque a menos de dos metros de alguien que no sea mi familia durante el día.

No pretendía yo aquí contaros mi vida, que ya veis que es apasionante, sino recapitular las pequeñas (y decisivas) cosas que he cambiado durante estas semanas casi sin darme cuenta, de forma natural. Realmente no me suponen un gran esfuerzo y sé que sirven, de la misma manera que si hace tres meses me hubieran dicho que tenía que renunciar a todo esto me hubiera parecido demencial y una pesadilla.

Porque en el más optimista de los casos, como es el mío, una persona que no ha sufrido de manera directa grandes consecuencias de la tragedia, he renunciado a un montón de cosas. Al contacto físico, a ver más a amigos y familiares, a dormir una horita más, a salir a cara descubierta, a tocar las cosas sin miedo, a palpar mi propio cuerpo sin analizarlo todo, a desplazarme en el medio que quiero, a estar donde quiero, a caminar despreocupado. Son un montón de renuncias y son una marcianada. Y, la verdad, pensadas en frío, son un horror. Lo sé, lo valoro y lo siento muchísimo. Pero el mundo de hoy no es el de hace tres meses. Y más nos vale comportarnos como debemos para que no sea el de hace un mes.