Hablar de nutrición y cáncer no es solo hablar de prevención, sino también de acompañamiento y recuperación. Cada vez sabemos más sobre cómo la alimentación influye en la salud celular, en los procesos inflamatorios, en el sistema inmunitario y en la capacidad del organismo para reparar daños. Aunque ningún alimento tiene la capacidad de curar el cáncer por sí solo, una alimentación adecuada puede marcar una gran diferencia en todo el proceso: antes, durante y después del tratamiento.
En la prevención, el papel de la nutrición es fundamental. Diversos estudios han demostrado que entre el 30 y el 50 por ciento de los cánceres podrían prevenirse con hábitos de vida saludables. Dentro de estos hábitos, la alimentación tiene un rol crucial. Sabemos que el sobrepeso y la obesidad están relacionados con un mayor riesgo de varios tipos de cáncer, entre ellos el de mama, colon, páncreas, endometrio y esófago. Mantener un peso saludable, evitar el exceso de grasa abdominal y seguir un patrón alimentario basado en alimentos reales, ricos en fibra y antioxidantes, contribuye a reducir ese riesgo. Frutas, verduras, legumbres, cereales integrales y grasas saludables como el aceite de oliva virgen extra forman parte de esta estrategia protectora. Por el contrario, el exceso de carnes procesadas, embutidos, bebidas azucaradas y alcohol se asocia a un incremento del riesgo.
Otro aspecto relevante en la prevención es la inflamación crónica de bajo grado. Muchas enfermedades, incluido el cáncer, se desarrollan en un entorno inflamatorio. Algunos alimentos tienen la capacidad de modular esa inflamación. Por ejemplo, los omega-3 presentes en pescados azules y semillas, los polifenoles del aceite de oliva o los compuestos bioactivos de frutas del bosque ayudan a mantener ese equilibrio inflamatorio y antioxidante necesario para proteger nuestras células.
Durante el tratamiento oncológico, la alimentación se convierte en un pilar que puede influir directamente en la evolución del paciente. Los tratamientos como la quimioterapia, la radioterapia o la inmunoterapia pueden generar efectos adversos que comprometen el estado nutricional. Náuseas, vómitos, diarreas, mucositis, alteraciones del gusto, pérdida de apetito o fatiga son solo algunos ejemplos. Una correcta intervención nutricional permite anticiparse a estos síntomas, minimizar su impacto y garantizar que el cuerpo tenga los recursos necesarios para hacer frente a la enfermedad.
El papel del nutricionista en esta etapa es esencial. Evaluar el estado nutricional del paciente, detectar posibles deficiencias, adaptar la textura de los alimentos cuando sea necesario, asegurar un buen aporte proteico y calórico, y ofrecer pautas concretas que se adapten a la situación clínica son intervenciones clave. A veces es necesario recurrir a suplementos nutricionales orales o a la alimentación enteral, y siempre se hace desde un enfoque personalizado, ético y humano.
Además, cada tipo de cáncer y cada tratamiento tienen sus particularidades. No es lo mismo alimentar a una persona con cáncer de cabeza y cuello, que puede tener dificultades para tragar, que a una persona con cáncer colorrectal, que necesita un control específico de la fibra o de la consistencia de las heces. Las recomendaciones deben individualizarse y tener en cuenta tanto la fase del tratamiento como el estado anímico y social del paciente. En muchos casos, la alimentación también se convierte en un espacio de control y autonomía para el paciente, en un momento en que muchas otras decisiones escapan a su control.
Después del cáncer, el camino continúa y la alimentación sigue siendo una herramienta terapéutica. En la fase de recuperación, es habitual encontrar problemas como fatiga crónica, alteraciones en el metabolismo, pérdida de masa muscular, cambios en la microbiota intestinal o estados de ánimo bajos. Una dieta adecuada puede contribuir a la recuperación funcional del organismo, favorecer la cicatrización, apoyar al sistema inmunológico y restablecer el equilibrio general.
Aquí también es fundamental acompañar al paciente emocionalmente. Muchas personas desarrollan miedos hacia determinados alimentos, se sienten culpables por su diagnóstico o viven con ansiedad el momento de volver a comer con normalidad. Educar en nutrición basada en evidencia, desmontar mitos y empoderar al paciente en su relación con la comida es parte del trabajo que hacemos los profesionales de la nutrición.
Hoy sabemos que no hay una dieta anticáncer milagrosa, pero sí patrones de alimentación que promueven la salud general. El patrón mediterráneo, por ejemplo, ha demostrado ser uno de los más beneficiosos, no solo en la prevención del cáncer, sino también en la reducción de recaídas y en la mejora de la calidad de vida. Este patrón se basa en una alta ingesta de frutas, verduras, legumbres, cereales integrales, aceite de oliva, frutos secos y pescado. Se trata de un enfoque equilibrado, flexible y sabroso, que puede adaptarse a las preferencias de cada persona y a las distintas fases de la enfermedad.
En definitiva, la nutrición no es un tratamiento oncológico más, pero sí un aliado terapéutico de primer nivel. Su función es acompañar, sostener y mejorar la calidad de vida. Es una herramienta poderosa que puede marcar una diferencia real. Escuchar al paciente, comprender sus necesidades y adaptar la alimentación a su realidad es uno de los mayores actos de cuidado que podemos ofrecer desde nuestra profesión. Porque comer no solo es nutrirse, también es vivir, compartir y sanar.