Hasta el otro día, no supe quién era Maria Pombo; uno ya es pureta, tiene sus años y no está al tanto de lo que ocurre en el mundo de las influencers, ese nuevo oficio que consiste en ser líder –o lideresa- de opinión sin tener opinión alguna. Porque, sin argumentario que la mantenga, toda opinión se va al carajo, y perdonen la expresión, pero uno ya anda cansado de tanto y tanta inútil que con ayuda del cacharrito consigue algo más de un cuarto de hora de fama. Si Andy Warhol levantase la cabeza se le caería la peluca o lo que cuelga más abajo.

Según tengo entendido, la tal María Pombo escribió un tuit hace poco, algo así como que "hay que superar lo de la gente a la que no le gusta leer" y, claro, se armo la marimorena; una polémica que ha hecho más por la lectura de este país que cualquier campaña ministerial. De todas maneras he de darle la razón a la Pombo cuando va y dice que no somos mejores porque nos guste leer.

Sin ir más lejos, he conocido tremendos hijos de puta con inmensas bibliotecas, y bellísimas personas que apenas saben juntar más de dos letras. Federico García Lorca dejó dicho de Manuel Torre -gitano analfabeto- que era el hombre con mayor cultura en la sangre que había conocido. Porque la cultura es una cualidad de la sangre, no un barniz cosmético que se ponen algunos -y algunas- para tirarse el pisto cuando hablan de lo que han leído. Por favor.

En lo que a mí respecta, he vivido una montonera de aventuras a lomos de Rocinante, un caballo que sólo es piel y huesos; también he puesto rumbo al infierno y he atravesado mares y tempestades tras la estela sangrienta de una ballena blanca. Por si fuera poco, he seguido el caudal del río Congo hasta llegar a ese rincón del mundo donde el corazón se envuelve en tinieblas.

En otra ocasión, me he permitido el lujo de desayunar en Tiffany's, untando sin desperdicio diamantes en mi tostada. Por seguir en plan glamuroso, he bebido champán con exquisitas mujeres en las fiestas de Jay Gatsby. Puedo continuar diciendo que, más de una vez -y de dos-, me he perdido en los laberintos de un hombre ciego, inspirado ante la feroz simetría de los tigres.

Frente a un pelotón de fusilamiento encontré mi oficio cuando recordé la tarde en que mi padre me llevó a conocer el hielo. Por decir no quede que he jugado a la ruleta con mi demonio ruso y una vez me desperté convertido en una cucaracha. Ya puesto, he intentado caminar a través del desierto de los Tártaros sabiendo que es imposible detener el tiempo cuando el paso del tiempo apenas se percibe. He sentido el horror cósmico por culpa de criaturas viscosas recién salidas del fondo de los mares, que es como decir del fondo de mi inconsciente y, también, por qué no, he visto gigantes haciéndose pasar por molinos mientras viajaba en un tranvía llamado Deseo.

Por todo ello, por todo lo vivido y soñado, uno sigue leyendo. Y aunque la lectura no nos haga mejores, tampoco nos hace peores. Eso es lo que aún no ha entendido esa tal María Pombo que, tal y como veo el asunto, terminará publicando un libro de éxito. Tiempo al tiempo.