El aberrante término y su infame concepción llegaron en los albores de este siglo. El axioma era sencillo: el periodismo dejaría de estar en manos de los profesionales de la información y sería patrimonio de todos, cualquiera podría ser reportero por obra y gracia de la universalización de Internet y de la facilidad e inmediatez que la red da para publicar textos e imágenes. Un puñado de druidas y gurús de Internet abrazaron con fervor el periodismo ciudadano y preconizaron el final del periodismo y de los medios tal y como lo entendíamos hasta entonces. Otros, como yo, hicimos mucho menos ruido para reivindicar el viejo oficio. Tal y como he dicho en muchos foros, tener en casa agua, levadura, harina y un horno no le convierte a uno en panadero ciudadano. Podrá hacer pan, pero nunca será un profesional como quien a diario trabaja en un obrador.

En estos 20 años ha habido muchos intentos para extender y hasta imponer ese periodismo fraudulento. Los años duros de la crisis económica y política calentaron las calles y de ese calor surgieron muchos espontáneos que provistos de chaleco y cámara y con un dominio en la red se decían periodistas. El manido “no nos representan” también llegó a los medios y la alternativa era esa entelequia llamada periodismo ciudadano.

Los periodistas no sólo transmitimos información: la filtramos, le damos contexto, la contrastamos y la presentamos para que el público la consuma. Estamos adiestrados y preparados para ello. Tenemos fuentes de información, recursos y bagaje para hacerlo. O al menos así debería ser.

Aquel término fue cayendo en el olvido, mientras que algunos de sus gurús acababan con nóminas de los medios que demonizaban y otros caían en el más absoluto ostracismo porque, realmente, nunca fueron mucho más que vendedores de humo. Los medios que despectivamente se llamaban tradicionales siguieron en pie, aunque con potentes ediciones digitales, surgieron nuevos medios en los que también trabajan profesionales. Parecía el fin de la milonga del periodismo ciudadano, pero no. Hoy, después de muerto, revive y triunfa gracias a las redes sociales y a la frivolización de la información.

Ha surgido una nueva clase de periodismo ciudadano, pese a que los que lo practican no tienen ninguna intención de convertirse en profesionales de la información, sino en acumular likes para sus stories o seguidores en sus redes. Hablo de esa clase de imbéciles que cuando se topan con un atraco, una pelea, una peligrosa imprudencia en la carretera o un accidente no reaccionan como lo haría cualquier ciudadano de bien –llamando a la Policía o a la Guardia Civil–, sino que antes que nada graban un vídeo con su teléfono y lo suben rápidamente a la red. Este comportamiento incívico y despreciable, lejos de tener el reproche de los medios de comunicación, cuenta con su complicidad y hasta con su aplauso. La tiranía del clickbait, lo barato que es publicar material de las redes sociales, la precarización de las redacciones, la trivialización de los contenidos y, especialmente, el poco valor que los profesionales de la información dan a sus espacios ha hecho que los medios digitales y las televisiones publiquen con entusiasmo esas imágenes tomadas de las redes sociales. Sin contexto, sin información complementaria, muchas veces sin ni siquiera conocer con precisión el lugar y la fecha en la que fueron tomadas. Da igual. Los matices, las zonas grises y el rigor en el dato son cosas del pasado. Es la era de la imagen. Las redes sociales se convierten así en fuentes de información y en generadoras de contenidos para unos medios en los que, esta vez sí, el viejo oficio languidece.