Una llamada al filo de las seis de la tarde del pasado 31 de diciembre puso en marcha la maquinaria policial, engrasada hasta en una tarde en la que en millones de hogares se preparan copiosas cenas, el cava y las uvas. Como siempre, fue un zeta el primero que llegó a la casa de Torrejón de Ardoz (Madrid) y se encontró con una escena de las que dejan cicatrices en el alma: los cadáveres acuchillados de dos adultos y una niña de diez años y su hermano, de ocho, paralizados por el horror y el miedo. El padre, Constinel, había asesinado a la madre, Ionela, y se había quitado la vida. Así lo certificaron los siguientes policías en llegar a la escena: los agentes del DEVI de Policía Científica y los del Grupo VI de Homicidios de la Brigada de Policía Judicial de Madrid. El ritual para ellos fue el de una tarde más: inspección técnico-ocular, fotografías del escenario y de los cuerpos, levantamiento de los cadáveres a la llegada de la comitiva judicial… Los psicólogos del 112 fueron los encargados de la peor parte: tratar de calmar a dos niños inconsolables, dos víctimas más de la violencia machista.

Un crimen terrible, policialmente resuelto en el instante –nada que investigar–, pero con una intrahistoria judicial llena de zonas de sombra: un juez permitió al padre de los niños pasar las navidades con los pequeños, pese a que al mismo tiempo dictó, sólo diez días antes del crimen, una orden de protección para la mujer, después de que ella le denunciase. Serán los organismos de control de los jueces los que determinen si hubo o no negligencia en la decisión del magistrado. No soy jurista y no tengo claro si la Ley de la Infancia, que prevé suspender los regímenes de visitas cuando haya una orden de protección en vigor, será suficiente para evitar tragedias como la de la pasada nochevieja en Torrejón, tal y como se han apresurado a pregonar algunos políticos con los cadáveres aún calientes. Ojalá sea así.

El 2020 acabó con 45 mujeres víctimas de la violencia machista, una cifra sensiblemente inferior a la del año anterior –55–. Sigue siendo una cifra insoportable, así que no hay motivos para presumir de nada y sí un dato muy preocupante, que hace dudar de la eficacia de las actuales herramientas contra la violencia de género: sólo siete mujeres –un escaso 14 por ciento– habían denunciado a su agresor antes de ser asesinadas, es decir, son criminales que no habían emitido señales previas, al menos para el sistema. Eran invisibles. Y así son la mayoría de los asesinos machistas hasta que salen de las sombras de la forma más terrible. Pónganse a trabajar y ahórrense la propaganda, legisladores. En los crímenes machistas no existen las panaceas.