Uno lleva ya en este oficio el tiempo suficiente como para que se le vayan jubilando unas cuantas fuentes de información. En la agenda de contactos de mi teléfono móvil ya hay varios policías a los que, junto a las siglas CNP (para identificarlos como miembros de la corporación de uniforme azul), les he añadido la palabra "jubilado".

Muchos de ellos colgaron la placa siendo comisarios o comisarios principales, la máxima categoría a la que se puede llegar en el cuerpo. Todos ellos comenzaron su carrera en la agonía del franquismo o en los primeros años de la democracia. Vivieron -y participaron de ella- en primera persona la transformación de una Policía gris, con bigote, tabaco negro, combinado de DYC y viejo cuero, a un cuerpo azul, moderno, con batidos de proteínas y gore-tex.

Algunos de ellos sufrieron los años de plomo de ETA en territorio comanche, cuando era casi obligatorio pasar por Euskadi al salir de la academia; otros fueron pioneros en combatir el crimen organizado cuando ni siquiera tenía esa denominación; unos cuantos dejaron de mirar el mapa del sur de Francia, buscando santuarios de etarras, y aprendieron a toda velocidad shuras del Corán; otros se pasaron la vida persiguiendo asesinos o atracadores…

Cumplidas más de tres décadas de servicio y más de sesenta primaveras, se jubilan. Sigo sabiendo de ellos. Algunos disfrutan de su retiro cultivando frutas y verduras en el terrenito que heredaron o que se compraron en su pueblo, ese que durante años fue un erial porque su titular andaba cazando mafiosos rusos, hampones italianos o gánsters nacionales.

Otros dicen trabajar más que cuando comandaban secciones, unidades o brigadas enteras, porque están al cuidado de sus nietos y de sus ocupadas agendas: clases de ballet, entrenamiento de fútbol, academia de música… Unos cuantos se resisten a apartarse de la primera línea y siguen participando en programas de televisión o incluso se atreven a revisar viejos asuntos que ellos mismos o sus compañeros dejaron pendientes.

Alguno dice contarle todas sus penas a su gato, que le escucha con la misma paciencia que sus subordinados le atendían cuando él era, simplemente, "el jefe". Varios acuden a reuniones con sus antiguos compañeros, en las que se cuentan esas cosas que nunca podemos contar los periodistas, y otros solo ven a sus antiguos camaradas cuando tienen que renovar un DNI o un pasaporte.

Alguno abre a las visitas, con una mezcla de orgullo y tristeza, las puertas de un cuarto en el que guarda sus condecoraciones, ganadas en una trayectoria jalonada de éxitos que nunca compartió con su familia.

Todos, casi sin excepción, añoran el olor del óxido y del aceite de las armas, los ojos irritados de las noches en vela pendientes de la emisora cuando se iba a reventar una operación, el abrazo con los suyos cuando todo salía bien y el confort que propiciaban a las familias de la víctima de un asesinato cuando le comunicaban que habían detenido al autor. Miran sin melancolía a la Policía a la que ya no pertenecen, de la que forman parte algunos de sus hijos. Y miran con rabia, con asco, con desprecio y con vergüenza en lo que algunos quisieron convertir la Policía, su Policía, esa a la que ellos entregaron sus vidas y por la que quitaron tiempo a sus familias.

La Policía de los jubilados a los que yo conozco es la de la vocación de servicio, la que derrotó a ETA y la que luchó sin descanso para que todos fuésemos un poco más libres. Los jubilados de mi agenda no se llenaron los bolsillos prestando servicios patrióticos desde las alcantarillas del estado al que debían servir.