No tenía ningún sofisticado nombre en clave ni nada parecido, pese a que trabajó durante muchos años para distintas unidades policiales. Todos los que la trataban la llamaban así: La Gorda. Y todos ellos sabían que era infalible, una chota de primera, una confite de las que no fallaban, un hurón capaz de encontrar a cualquiera en cualquier agujero.

La conocí en el siglo pasado, gracias a uno de los policías con los que colaboraba y que le debía sus servicios más importantes. Muchos kilos de droga, la detención de grandes capos y unas cuantas organizaciones desmanteladas habían sido posibles gracias a las confidencias de la Gorda. Su relación comenzó cuando ella quiso retirar de la circulación a un novio que se había echado, un chulazo de mano larga que, además, traficaba con distintas sustancias. El camino más corto no era entonces la Ley de Violencia de Género, así que la Gorda pidió ayuda a los policías que pasaban por su bar y prometió que, si tenían paciencia, se llevarían el premio gordo: maltratador detenido y con más drogas encima que la farmacia del Hospital Gómez Ulla. Y así fue. Ese fue el primero de los servicios que la Gorda facilitó a la Policía.

Exmujer de un criminal –en el sentido más literal del término– y madre de un hijo al que criaban sus abuelos a miles de kilómetros de Madrid, la Gorda tenía una sorprendente facilidad para infiltrarse en cualquier ambiente delincuencial y ganarse la confianza de los que partían el bacalao. Una noche, en el fax de la Brigada de Policía Judicial de Madrid comenzaron a recibirse copias de los pasaportes de los mayores capos turcos del tráfico de heroína. La Gorda los estaba enviando desde el hotel en el que se celebraba la boda del hijo de uno de ellos, a la que había sido invitada como acompañante de otro de los señores de la droga.

En esa época los fondos reservados del Estado no llegaban a los bolsillos de los informadores de la lucha antidroga, así que la Gorda mantenía a su hijo y a sus padres con lo que sacaba del bar y engañando a pringados. Pese a no ser precisamente Mónica Belucci, la Gorda tenía un talento especial: era capaz de detectar en cualquier local al tipo que llevase la cartera más abultada y seducirle para ir a jugar al póker. El lila de turno pensaba que esa noche mojaría y que, además, quizás ganaría algo de dinero gracias a los naipes. Lo que no sabía es que la Gorda le llevaba a un nido de burlangas, una guarida de tramposos frente a los que tenía la misma posibilidad de ganar al póker que de cepillarse a la que él consideraba su conquista, que le dejaba tirado al acabar la partida y cobrar la parte proporcional del desplume del pringado.

Un veterano madero recordaba hace poco cómo tuvo que bajar los pantalones al cadáver de un hampón acribillado a balazos para comprobar el tamaño de sus atributos mientras hablaba por teléfono con la Gorda, a la que había pedido ayuda para identificar el cuerpo: "Si la tiene descomunal es él". En otra ocasión, la Policía logró poner nombre, apellidos e historia a un cuerpo envuelto en una alfombra y arrojado al monte gracias a la que la Gorda le había regalado el cinturón de marca que llevaba puesto.

Tan eficaz como independiente, la Gorda cayó en desgracia cuando le dio calabazas a la DEA (la agencia federal antidroga de Estados Unidos) y cuando fue empleada como cebo para tender una celada mortal a un gánster. Huyó de España y tiempo después regresó para cumplir una condena por tráfico de drogas impuesta al otro lado del mundo. Pasó más días de la cuenta en prisión porque le partió la cara a una interna que insultó a un amigo suyo que salía en televisión. Y es que la Gorda siempre tuvo códigos.