Manuel Chaves Nogales escribió este párrafo en 1937, como parte del prólogo de su obra sobre la Guerra Civil, 'A sangre y fuego': "La estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España. ¿Por dónde empezó el contagio? Los caldos de cultivo de esta nueva peste, germinada en ese gran pudridero de Asia, nos los sirvieron los laboratorios de Moscú, Roma o Berlín, con las etiquetas de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo, y el desapercibido hombre celtíbero los absorbió ávidamente. Después de tres siglos de barbecho, la tierra feraz de España hizo pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez y la crueldad ancestrales. Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en éste o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española".

El periodista sevillano es el mejor notario de hasta dónde puede llegar el sectarismo en nuestro país. Ochenta años, un conflicto bélico y una larga dictadura después, el sectarismo sigue campando a sus anchas en la tierra de la que el reportero tuvo que huir, ya que –como él mismo escribió– "tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas".

La dictadura acabó y la Constitución de 1978 ha dado a España el mayor periodo de paz y prosperidad de su historia: más de cuarenta años de democracia y libertad, con la que no acabaron ni los nostálgicos del franquismo que primero asesinaron obreros, estudiantes, abogados y sindicalistas y luego tomaron el Congreso, ni los criminales disfrazados de gudaris que sembraron de muerte España. Tampoco va a acabar con nuestras libertades la crisis sanitaria, que ha sacado –perdón, de nuevo, por ser la nota discordante del buen rollo reinante– lo peor de una sociedad deseosa de hacer gala de su sectarismo y dividirse en trincheras cada vez más profundas.

España sigue siendo, incluso con estado de alarma, una democracia plena, en la que, ciertamente, se han limitado algunas libertades en aras de una mayor seguridad sanitaria y en la que, pese a lo poco que le gusta a algún miembro del Gabinete, la división de poderes sigue vigente. No seré yo, que no tengo ni la más mínima idea de epidemiología, quien pontifique sobre la idoneidad o no de prolongar las medidas de excepción que ha adoptado el Gobierno. Pero sí tengo la edad, las lecturas y la experiencia suficientes como para no comulgar con quienes desde el barrio de Salamanca o la plaza de Cataluña dicen que vivimos en una dictadura.

El barrio de Salamanca –en el que más de 24.000 personas votaron en las últimas elecciones generales a opciones de izquierda, frente a los más de 60.000 sufragios de la derecha y el centro derecha– se ha convertido en el semillero de una protesta contra el Gobierno, a golpe de cacerola. Muchos de los que reclaman mano dura policial contra estos manifestantes son los que hablaban hasta hace poco de "criminalizar la protesta" cuando la Policía detenía a alguien en una manifestación violenta o incluso cuando un juez dictaba una sentencia con la que no estaban conformes. Pero como en cualquier democracia, en España la protesta no está criminalizada. Ni lo estaba antes ni lo está ahora. No está criminalizado, pero sí contemplado en el Código Penal, desobedecer las órdenes de la Policía, resistirse a los agentes, provocar destrozos, pero la protesta no se persigue, digan lo que digan los abanderados del sectarismo de uno y otro lado. He leído estos días a un buen amigo, inspector de Policía, unas palabras muy sensatas: "Los policías no somos héroes ni villanos. Pero, sobre todo, no lo somos porque y cuando al respetable le dé la gana". Y así es. La Policía, como cualquier otra fuerza de seguridad, está para hacer cumplir la ley, no para ser empleados como arma arrojadiza para favorecer los intereses de cualquiera de los moradores de las trincheras sectarias.

El buen sectario no tiene dudas, solo certezas. Y, por supuesto, tiende a la simplificación. Por eso, el buen sectario atribuye los más de 30.000 muertos provocados por la epidemia a las, desde luego, poco oportunas manifestaciones del 8 de marzo. Desde el otro lado de la trinchera, los 30.000 muertos corren a cuenta de "los recortes del PP". Para unos y otros no existen los matices, solo verdades absolutas. El buen sectario ve un palo de golf donde realmente hay una escoba, porque así puede colegir que todos los vecinos del barrio de Salamanca juegan al golf y, naturalmente, también concluye que el golf es un deporte de millonarios. Al buen sectario también le encantan las comparaciones de trazo grueso y por eso estos días he leído y oído recordar al Cojo Manteca y cómo la Policía actuaba con contundencia contra él y los suyos, no como con los manifestantes del barrio de Salamanca. Como ya tengo una edad y más de tres décadas de profesión encima, les puedo contar que Jon Manteca –así se llamaba– era un punky que pedía limosna en la plaza de la Cibeles cuando se vio en medio de las protestas que en enero de 1987 protagonizaron los estudiantes contra la subida de tasas decretada por el Gobierno de Felipe González. Fui testigo de aquellos disturbios, en los que ardieron barricadas, hubo destrozos millonarios y hasta una joven resultó herida por un disparo de la Policía. Incluso conocí a Manteca, que no tenía nada de estudiante y mucho de buscavidas. Era un punky y, como buen punky, un nihilista, dispuesto a destrozar la calle Alcalá o la sala Morasol en un concierto de Siniestro Total. Comparar aquellos disturbios con las poco higiénicas manifestaciones de Núñez de Balboa es de un sectarismo de parvulario. Pero el mensaje cuela entre el público ávido de sangre, que se refiere al líder sectario mediático o político con el siempre alarmante "dice verdades como puños".

Madrid, la ciudad que está en el punto de mira de los sectarios desde el inicio de la pandemia –hasta se inventaron fugas multitudinarias de madrileños a las playas con la aviesa intención de extender el virus–, tiene mucho que enseñar sobre tolerancia. Por sus calles se han manifestado mineros, agricultores, independentistas catalanes, gallegos afectados por el desastre del Prestige, miles de personas exigiendo al Gobierno de Aznar que dejase de mentir tras el 11-M… Y todo ello sin un solo incidente, sin criminalizar ninguna de esas protestas. El terrorismo también puso a prueba a Madrid: ETA mató en la capital a 393 personas y el terrorismo yihadista a 192 en un solo zarpazo. Pese a todo ello, jamás ha dejado de ser la ciudad acogedora en la que nadie, venga de donde venga, se siente extraño. Pero la tentación del sectario siempre está ahí: identifiquemos a Madrid con sus gobernantes. Es más, identifiquemos a Madrid con el barrio de Salamanca y sus cayetanos armados con palos de golf. No cuela, sectarios. A mí no se me ocurriría identificar Cataluña con el iluminado que rige su destino y ni siquiera Navarra con los centenares de personas que hace unos días se manifestaron pidiendo la libertad del asesino del concejal Tomás Caballero.