El nuevo color Pantone para 2026 se llama Cloud Dancer. Un nombre vaporoso para lo que, a fin de cuentas, es un blanco. Un blanco suavizado, ligeramente rosado, que Pantone describe como "etéreo". Me sorprende que un sistema creado para capturar toda la diversidad cromática de la industria haya decidido coronar como color del año algo que, en jerga artística, es un no color —se considera no color el blanco, el negro y toda la gama intermedia de grises—. No creo que sea una casualidad, sino un síntoma. Vivimos en un mundo que parece inclinarse hacia la desaturación, hacia lo indistinto. Lo blanco —lo inmaculado, lo que no molesta, lo que no llama la atención— se ha convertido en ese ideal universal que sirve para evitar errores o, lo que es lo mismo, para no significar nada.

Me inquieta esta deriva hacia la homogeneidad, hacia un paisaje cada vez más plano. Ciudades que se van pareciendo unas a otras, con el mismo mobiliario, con las mismas tiendas, con los mismos materiales para todo, fachadas en blanco y negro producidas en serie, que se camuflan, interiores donde todos los objetos son neutros. Como si hubiésemos decidido que lo bello es aquello que no se nota. Como si, de tanto limpiar, hubiésemos borrado cualquier atisbo de singularidad.

La arquitectura ha acuñado este fenómeno como "edificios cebra". Construcciones nuevas que oscilan entre el blanco y el negro. Edificios que renuncian al color porque el color implica elegir, arriesgar, significar. Esta tendencia se justifica precisamente así: el gris no disgusta a nadie, el blanco no compromete. Lo que subyace es una cuestión estética fundamentada en el miedo: miedo a no gustar, miedo a destacar, miedo a perturbar la homogeneidad del entorno urbano, que es ya casi un valor. Los edificios nuevos se parecen a maquetas sin terminar. Y lo inquietante es que incluso en la restauración está ocurriendo: fachadas modernistas y racionalistas que antes eran de colores ahora se repintan de blanco y gris. Como si quisiésemos reescribir la historia para que encaje en nuestro feed.

El agrisamiento del mundo no es solo una percepción: un estudio del Museo de Ciencias británico (Sleeman & Bennett, 2020) sugiere que el cromatismo de los objetos cotidianos se ha vuelto más limitado y más gris. Se examinaron 7.083 objetos desde el siglo XIX hasta la actualidad de veintiuna categorías diferentes, desde la tecnología fotográfica hasta la medición del tiempo, desde la iluminación hasta la impresión y la escritura, y desde los electrodomésticos hasta la automoción. El color más común fue el gris carbón. Aunque los colores se saturaron entre los años sesenta y los ochenta, el gris fue tomando cada vez más terreno. Los objetos cotidianos se han vuelto con el tiempo más grises.

Vemos colores porque nuestros ojos cuentan con unas moléculas en la retina que son sensibles a ellos. Los conos de nuestros ojos tienen unas moléculas denominadas opsinas que cambian de conformación cuando reciben luz. Ese cambio de conformación, que es como un cambio de postura, envía una señal al cerebro que interpreta como color. Hay tres clases de conos, cada uno de ellos tiene una sensibilidad mayor a una franja del espectro visible, por eso se puede decir que hay conos especialmente sensibles al azul, otros al rojo y otro al verde. El cerebro es el que se encarga de mezclar las tres señales para percibir el resto de los colores que existen. Por eso este trío de colores, el RGB —las siglas en inglés de rojo, verde y azul—, son los colores primarios de la luz, los que rigen nuestra visión y también la de los píxeles de cualquier pantalla.

Sin embargo, los conos de los ojos "no ven" el blanco y el negro, puesto que el blanco es la suma de todos los colores de la luz, el negro es la ausencia de luz, y en medio, toda una escala de grises que nuestros ojos perciben gracias a otras células llamadas bastones. Los bastones no detectan colores, sino diferencias de luminosidad. Nos permiten orientarnos en la penumbra, distinguir siluetas e intuir peligros, así que son clave para la supervivencia. Pero no pueden mostrarnos la riqueza cromática del mundo.

Ver en color es químicamente más costoso que ver en blanco y negro. Y quizá por eso, culturalmente, estamos haciendo lo que hace la biología cuando quiere ahorrar energía. Reducir el mundo a contrastes simples. Es como apagar los conos y dejar solo los bastones encendidos. La realidad contemporánea —en su estética, en su arquitectura, incluso en su conversación pública— se parece peligrosamente a esa visión bimodal en blanco y negro.

La homogeneización de las ciudades, de los objetos, de los materiales y de los colores va acompañada de la homogeneización de las opiniones, de los discursos polarizados, de la incapacidad para tolerar el matiz. Quizá la metáfora sea demasiado literal, pero no deja de ser cierta: estamos viendo la realidad solo con bastones.

La ausencia de color no es neutra. El color siempre ha sido un lenguaje —el morado para el Adviento, el verde del tiempo ordinario, el dorado de solemnidad, el azul divino, el verde sanitario…—. Hay una semiótica del color. Cada pigmento tiene una historia química, artística y cultural. Arrancarle los colores al mundo es arrancarle sus acentos.

El color exige apreciar la diferencia. Exige diversidad, irregularidad. Exige, incluso, conflicto. Por eso quiero defender el color. Defender que las ciudades vuelvan a tener fachadas que cuenten su tiempo. Que los objetos se aprecien por su capacidad de contener memoria. Que los objetos no se disfracen de dispositivos. Que el gris vuelva a ser un color más y no el color por defecto.

Defender el color es defender que el pensamiento recupere sus matices. Que no se nos olvide mirar con todas las moléculas que la evolución puso en nuestros ojos.