Con la llegada del verano, suben las temperaturas, se disparan los niveles de radiación solar y, con ellos, un contaminante invisible pero especialmente agresivo: el ozono troposférico. El ozono es un claro ejemplo de cómo una misma sustancia puede ser un héroe o un villano, dependiendo de en qué parte de la atmósfera se encuentre.
El ozono (O₃) es una molécula formada por tres átomos de oxígeno. En la estratosfera —la capa de la atmósfera situada entre los 15 y los 50 kilómetros de altitud— el ozono cumple un papel esencial para la vida: forma la famosa "capa de ozono", una barrera que absorbe la mayor parte de la radiación ultravioleta (UV-B) procedente del Sol. Esta capa se forma naturalmente por una reacción fotoquímica: los rayos UV descomponen moléculas de oxígeno (O₂) en átomos individuales (O), que luego se recombinan con otras moléculas de oxígeno para formar ozono (O₃). A su vez, ese mismo ozono puede volver a descomponerse bajo la radiación solar, manteniendo un equilibrio dinámico. Este proceso protege la superficie terrestre de la radiación más dañina, permitiendo que existan formas de vida complejas.
Cuando la capa de ozono estratosférico se deteriora, aumenta la incidencia de cáncer de piel, cataratas y daños al fitoplancton marino, así que el ozono en la estratósfera es un escudo vital. En los años 80 sufrió un gran impacto por las emisiones de CFCs, unos gases refrigerantes que causaban la destrucción del ozono, un fenómeno que recibió el nombre de "agujero de la capa de ozono". Afortunadamente, gracias a la investigación científica, los CFCs se sustituyeron por otras sustancias análogas que no destruían el ozono. Además, gracias al Protocolo de Montreal, se prohibió la emisión de CFCs. En la actualidad, la capa de ozono se ha restituido casi por completo, considerándose uno de los mejores ejemplos de cómo la alianza entre la ciencia y la cooperación internacional es la mejor manera de afrontar los problemas medioambientales.
El ozono estratosférico es vital, pero cuando se forma en la troposfera, la capa de la atmósfera más cercana a la superficie (hasta unos 10–15 km de altitud), el ozono no es un escudo, sino una amenaza. Aquí no se forma por procesos naturales, ni se emite directamente, por lo que se considera un contaminante secundario. Su formación está ligada a una compleja reacción fotoquímica entre dos tipos de contaminantes: los óxidos de nitrógeno (NOₓ) —emitidos principalmente por el tráfico rodado y procesos industriales— y los compuestos orgánicos volátiles (COVs), que provienen tanto de fuentes humanas (pinturas, disolventes, combustibles) como biológicas (vegetación). Bajo la acción de la luz solar intensa, especialmente con altas temperaturas, estos compuestos reaccionan formando ozono. El ciclo simplificado sería así: la luz solar rompe las moléculas de dióxido de nitrógeno (NO₂), liberando oxígeno atómico (O). El oxígeno atómico se combina con oxígeno molecular (O₂) formando ozono (O₃). A su vez, el ozono puede reaccionar con monóxido de nitrógeno (NO), cerrando el ciclo. Pero si hay muchos COVs, el NO se consume por otras rutas y el ozono se acumula, especialmente en zonas urbanas y periféricas durante los meses de más calor, y se intensifica en días soleados, con poco viento y sin lluvia.
El ozono troposférico es un agente oxidante muy reactivo, ataca tejidos biológicos (sobre todo los pulmonares), materiales sintéticos y vegetación, causando desde problemas respiratorios hasta daños agrícolas. La Agencia Europea del Medio Ambiente estima que más de 20.000 muertes prematuras en Europa cada año están relacionadas con la exposición al ozono troposférico.
Esta dualidad del ozono —protector arriba, contaminante abajo— es un buen ejemplo de una idea clave en química ambiental: una sustancia no es contaminante por sí misma, sino por dónde está y en qué concentración. Por ejemplo, el dióxido de carbono es necesario para la vida vegetal, pero en exceso desequilibra el clima. Y con el ozono ocurre lo mismo: el problema no es su existencia, sino que ocupe un lugar que no le corresponde.
Hay algunas recomendaciones que a título individual pueden ayudar a mitigar los riesgos asociados al ozono troposférico, como reducir el uso del coche en días de alta contaminación, ventilar las viviendas por la noche, evitar el ejercicio intenso al aire libre en las horas de mayor insolación o utilizar plantas con capacidad para absorber contaminantes. Sin embargo, las acciones individuales tienen un impacto limitado; el verdadero cambio viene de la mano de la ciencia y la innovación tecnológica.
Una de las investigaciones más prometedoras es el uso de catalizadores fotocatalíticos basados en dióxido de titanio (TiO₂), que se aplican en superficies urbanas —como pavimentos, fachadas o mobiliario urbano— para destruir contaminantes atmosféricos mediante reacciones activadas por la luz solar. En ciudades como Milán, París, Valencia o Madrid se han probado pavimentos fotocatalíticos capaces de reducir localmente la concentración de óxidos de nitrógeno y ozono en hasta un 30 %. En la actualidad se están investigando fotocatalizadores de nueva generación dopando al TiO₂ con otros elementos e incorporando nanopartículas metálicas que incrementan su eficiencia y durabilidad.
Otro campo en expansión es el uso de vegetación estratégica. Algunas especies de árboles, como los plátanos de sombra o los álamos, emiten grandes cantidades de compuestos orgánicos volátiles, que favorecen la formación de ozono. En cambio, otras especies, como el fresno, el arce o la encina, tienen emisiones mucho más bajas. Esto ha llevado a algunas ciudades a rediseñar sus planes de arbolado urbano basándose en criterios de química atmosférica.
Desde el punto de vista industrial, también se están desarrollando sistemas de monitorización y modelado en tiempo real de los contaminantes precursores del ozono, para optimizar el tráfico y anticiparse a los episodios de contaminación. La ciudad de Helsinki, por ejemplo, ha integrado sensores de NO₂, COVs y ozono en su red de movilidad, combinando los datos con algoritmos predictivos que ayudan a reducir la exposición de la población.
A nivel legislativo, la Unión Europea establece un umbral de alerta por encima de los 240 µg/m³. Pero estas cifras se superan con cierta frecuencia en ciudades como Madrid, Barcelona o Zaragoza durante los meses de verano.
Aunque el ozono sea una molécula esencial para la vida, sus efectos pueden ser devastadores cuando ocupa un lugar que no le corresponde. Es un recordatorio más de que el concepto de "contaminante" no depende solo de la composición química, sino de la dosis y del lugar. Y de que los desafíos medioambientales no se resuelven con buenas intenciones, sino con innovación, con una sociedad bien informada, y con unas administraciones que actúen de acuerdo con el conocimiento científico.