Cuando se habla de sostenibilidad y ganadería, casi siempre aparece la misma imagen: vacas emitiendo metano y consumiendo ingentes cantidades de agua. Es un dato cierto, pero incompleto. Como ocurre tantas veces con la ciencia, la clave está en ir más allá del titular y preguntarse cómo se mide el impacto ambiental de la ganadería, su huella hídrica y de carbono, qué significan esos datos en términos reales y, sobre todo, qué soluciones científicas ya son una realidad de nuestro campo.

¿Qué gases emite la ganadería?

La ganadería emite principalmente tres gases de efecto invernadero: metano (CH₄), óxido nitroso (N₂O) y dióxido de carbono (CO₂). Cada uno tiene una ruta química diferente:

El metano se produce en el rumen, la "cámara de fermentación" de los rumiantes. Allí, microorganismos transforman los carbohidratos en energía, liberando hidrógeno (H₂). Las arqueas metanogénicas utilizan ese H₂ para reducir CO₂ y formar CH₄. El CH₄ tiene un potencial de calentamiento global 28 veces mayor que el CO₂ a 100 años. Este gas se libera sobre todo en los eructos. También aparece en las balsas de purines cuando la materia orgánica se degrada sin oxígeno.

El óxido nitroso proviene del nitrógeno que los animales no aprovechan de las plantas y excretan como urea. Esa urea se transforma en amoníaco (NH₃), luego en nitrato (NO₃⁻) y, finalmente, en N₂O o N₂ según las condiciones del suelo. Las emisiones de N₂ no son un problema, pero cuando el proceso queda “a medias” se libera N₂O, un gas con un poder de calentamiento global 265 veces mayor que el CO₂.

El dióxido de carbono procede sobre todo del uso de combustibles fósiles en maquinaria, transporte o fertilizantes industriales. Pero aquí hay un matiz importante: los pastos bien manejados pueden ser sumideros de carbono, es decir, capturar más CO₂ del que emiten.

El peso relativo de cada gas es diferente: en Europa, se estima que el metano representa aproximadamente el 50% de la huella de carbono del vacuno, el N₂O un 30% y el CO₂ un 20%. La clave es entender que estas emisiones no son inevitables ni homogéneas: dependen del manejo, la alimentación y el contexto ecológico.

¿Cuánta agua necesita la ganadería?

Otro dato muy repetido es que producir un kilo de carne de vacuno consume 15.000 litros de agua. Pero esta cifra es engañosa si no se explica qué tipo de agua está en juego. La ciencia distingue entre agua verde —la de la lluvia que alimenta los pastos, que es la principal fuente en sistemas extensivos, y su impacto ambiental es bajo, porque esa agua caería igualmente sobre la pradera, hubiese o no vacas—, agua azul —la de riego o embalses, que compite con otros usos humanos— y agua gris —la necesaria para diluir contaminantes y cumplir con estándares de calidad—.

El impacto de una vaca en Galicia, donde la alimentación procede sobre todo de pastos regados por la lluvia (agua verde), no es el mismo que en zonas áridas donde se requiere agua de riego (agua azul). Pensar que todas las vacas del mundo consumen 15.000 litros de agua es como pensar que todos los medios de transporte contaminan lo mismo, sin diferenciar una bicicleta de un coche.

¿Cómo se reducen las emisiones de la ganadería?

La parte más fascinante es cómo la ciencia convierte problemas en oportunidades. La mayoría de las soluciones pasan por intervenir en los procesos químicos que generan gases de efecto invernadero. Cito algunos ejemplos recogidos en el código de buenas prácticas ganaderas:

Para regular las emisiones del rumen, influye la genética del animal y su microbiota, dos factores que se pueden controlar. En edades tempranas, la modulación de la microbiota mejora la eficiencia del animal, reduciendo las emisiones por kilo de carne a lo largo de su vida. También existen aditivos como taninos, aceites esenciales o el compuesto 3-NOP que inhibe las enzimas de las arqueas metanogénicas y puede reducir el metano entérico entre un 30% y un 40% por kilogramo de materia seca ingerida. Otros redirigen el hidrógeno hacia la producción de propionato en lugar de metano, lo que además da más energía al animal.

Otras prácticas como cubrir las balsas de purines permite capturar el metano y usarlo como biogás, transformando un problema en energía renovable. El compostaje convierte el nitrógeno inestable en formas orgánicas de liberación lenta, reduciendo las emisiones posteriores de N₂O. Y los inhibidores químicos de la nitrificación o la ureasa limitan la formación de óxidos de nitrógeno.

Técnicas tan sencillas como el encalado de suelos ácidos eleva el pH y favorece que la desnitrificación termine en N₂, un gas inocuo, en lugar de N₂O. Plantar leguminosas también contribuye a fijar el nitrógeno atmosférico en las raíces, reduciendo la dependencia de fertilizantes. Y el pastoreo rotacional aumenta el carbono almacenado en el suelo, mejorando su fertilidad. Todas estas prácticas tienen un denominador común: la química como herramienta de sostenibilidad.

A menudo se piensa que mejorar el bienestar animal es un coste añadido, pero la evidencia muestra lo contrario. Una vaca desparasitada, con una cama limpia que se cambia semanalmente, engorda antes y con menos estrés. Esto significa carne de mayor calidad, con mejor infiltración de grasa y un perfil proteico más apreciado por el consumidor. Menos estrés equivale a menos cortisol, y eso se traduce en una mejor eficiencia en el uso de los nutrientes. En otras palabras: bienestar animal, beneficios económicos y sostenibilidad ambiental no son tres caminos distintos, sino uno solo.

El impacto positivo de la ganadería

Es importante recordar que las zonas donde hoy hay vacas, en muchos casos ya albergaban rumiantes salvajes, como bisontes, uros o ciervos. Esos animales también emitían metano, aunque nunca se contabilizó en los inventarios climáticos. Otro dato relevante es que el ganado se alimenta de lo que para los humanos es un desperdicio, como la torta de soja o la cáscara de frutas y cereales que no podemos consumir, pero tampoco podemos dejar de producir. Si no fuese por el ganado, esos desperdicios acabarían degradándose en vertederos emitiendo metano y otros gases de efecto invernadero. No se trata de negar el impacto del ganado, sino de ofrecer una información clara, verdadera y proporcional.

La ganadería extensiva también cumple una función ambiental esencial: el control de incendios y el mantenimiento de la biodiversidad. Los rebaños mantienen a raya el matorral, reducen la carga de combustible vegetal y previenen fuegos forestales. Además, el pastoreo crea mosaicos de hábitats que favorecen la biodiversidad de plantas, insectos y aves. Una dehesa sin vacas o sin ovejas es mucho más vulnerable al abandono, la pérdida de diversidad y los incendios.

La sostenibilidad no puede medirse solo en toneladas de CO₂. Es un concepto con tres patas: ambiental, económica y social. Ambiental porque ayuda a reducir emisiones, mejorar el suelo y aprovechar recursos de forma circular; económica porque garantiza que las explotaciones sean rentables y competitivas, y además proporcionando alimento de alto valor nutricional; y social porque mantiene vivo el medio rural, con empleos de calidad, relevo generacional y conservación de las tradiciones.

La ganadería es parte de nuestra identidad, de nuestro paisaje. Es ciencia, tecnología, medioambiente, economía, cultura, patrimonio y alimento. Apreciarla en toda su complejidad es el primer paso para comprender que es una aliada de la sostenibilidad.