Hace mil años, cuando yo tenía 12, España votó en referéndum la Constitución. Por aquel entonces, mis amigos y yo preparábamos el viaje de final de curso de la EGB y nos habíamos conjurado para llevar a cabo diversas actividades encaminadas a recoger fondos a tal efecto. Montamos guateques, vendimos lotería por Navidad y decidimos crear un periódico con noticias de la escuela que venderíamos -a 25 pesetas-, con el desparpajo con el que lo hacían aquellos chiquillos en New York o Chicago de principios de hace dos siglos.

Como se puede suponer, yo me erigí en director-editor del rotativo. Y como el equipo lo formaba yo conmigo mismo me encargué de todas las tareas, incluidas la de recabar y redactar la información. Así, decidí recorrer la sede de todas las formaciones políticas que, de una u otra forma, tenían algo de decir alrededor del objeto electoral del debate: “Sí” o “No” a la Constitución y por qué. Fui a parar a la sede de la CNT, situada en la calle Carretera Vella de mi pueblo. Allí me recibió un tipo que me pareció siniestro por su aspecto. Gafas de pasta y lentes semioscuras, bigote poblado y desaliñado, dedos amarillentos de soportar tabaco durante decenios y una parquedad gestual y, por lo tanto emocional, que a un chaval de 12 años le supuso casi entrar en la fase de miedo aterrador.

Le pregunté qué opinaba sobre la Constitución y qué iban a votar (¡qué dulce y tierna es la pueril ingenuidad!). Me dijo que iban a “no votar”, (dixit). Me dijo, no votamos porque somos anarquistas y, por ello, estamos fuera de este sistema. Yo les confieso, y seguro me van a creer, que no entendí un carajo, pero con mi grabadora Sony de kilo y medio de peso, lo grabé todo diligentemente sin dejar que el pánico escénico y el desconcierto hiciera mella en mi trabajo. “Ni dios, ni estado, ni patrón”. ¿Qué coño era eso? Yo, hijo de una familia de derechas, de padre católico practicante, fan de Los diablos, porque era lo que escuchaba mi hermano mayor (y yo crecí imitando a mi hermano), y soñando con algún día vestirme de azulgrana y brindar un gol a aquella niña morena en cuyo cuerpo la pubertad se hacía evidente, que iba al colegio de las Hermanas Dominicas y con la que me hacía el encontradizo cada día, me quedé atónito. La aspereza de aquel tipo me impactó. Pero no fueron solo las formas, fue el tono negativo del mensaje lo que me dejó traspuesto: Ni esto, ni lo otro, ni lo de más allá. Pero en fin, así lo grabé y así lo reproduje en mi periódico.

Han pasado 40 años y sigo observado el fenómeno anarquista con seducción, lo reconozco pero, a la vez, con el rechazo que ofrece aquello que, por el motivo que fuere, a uno le da miedo. Y el miedo es libre.

Mi madre, hija de republicano, recuerda como por el 1936 su padre la paseaba en los aquelarres políticos del Frente Popular, subida en brazos y ella cantaba: “¡¡arriba los de la cuchara, abajo los del tenedor. Nosotros somos anarquistas con el martillo y la hoz!!”. Mi abuelo dicen que babeaba y mi madre, risueña, se embriagaba por los besos y sonrisas de la concurrencia. Cultivación y miedo. Qué extraña es la condición humana.

Sí, han pasado 40 años, y un millón de cosas. Los anarquistas se denominan antisistema, lo que no deja de ser una redundancia. Pero los antisistema, ejercen como tales en las manifestaciones por esto o por aquello, y lo verbalizan a tal efecto, pero en realidad, y contrariamente a lo que se mascaba en el 36, son miembros y parte activa del status quo contra el que se supone que van.

Me explico. En primer lugar soy de los que piensa que la democratización de la política era necesaria, por lo tanto era necesaria la presencia de gente (mayoritariamente joven o muy joven), contestataria, valiente e impertinente con el poder. Gente capaz de levantarle una alpargata a un exministro corrupto, o de decir que no, por mis santos y anarquistas cojones, a que un tipo como Artur Mas, personaje rodeado de tipos que estaban empapados en el efluvio de la corrupción, fuera presidente de la Generalitat. El contrapeso que supone esta gente hace bien. Desasosiega a los “sosegados” y, de eso, buena falta hace.

Sin embargo, los azares democráticos los sitúan como indispensables para la constitución de mayorías y de gobiernos. Y eso les otorga poder -ellos/as luchan contra el poder-. Mucho poder. E intimidación, mucha intimidación, es lo que provocan. Tanta que cuando algunos dirigentes antisistema, se pasean por medios de comunicación no anticatalanistas (o los que es lo mismo, sí, antiespañolistas), estos, los medios, adaptan la “obediencia preventiva”, y no le someten a la preceptivas dosis de insolencia e impertinencia, necesarias y razonables en el ejercicio de las profesión periodística. Es como si el empleado de una fábrica no cuestionase lo hortera del traje a topos verdes y rosas del hijo del dueño pero sí lo hiciera respecto al vestuario del resto de los trabajadores. Le pregunté hace unos días en TV3 al portavoz de la CUP, Carles Riera, a quién llamaría pidiendo auxilio (si no era la Brimo) en caso de que unos okupas se introdujeran en su casa. No supo qué responder.

Ni fue especialmente avispada mi pregunta, ni me sorprendió su “no respuesta”. Lo que en realidad me parece más patético de la repercusión viral de ese fragmento de la entrevista es que resulte llamativo, que sorprenda, que un periodista pregunte (con educación y rigor) lo que se debe de preguntar, que no es otra cosa que lo que se trata de ocultar. Eso, y no nada más, es el periodismo.

Mi pregunta escoció no por especialmente inteligente y certera sino porque no formaba parte del guion, un guion al que están acostumbrados los militantes antisistema con representación parlamentaria cuando juegan en casa, que no es otro que el de bailar jubilosamente pero nunca salir al estrado a tocar en la orquesta. Así, queridos lectores, también hago política yo.

Me decía un amigo mío, de profesión mosso, (cuántas cosas me van a llamar por decir que tengo un amigo en los Mossos aquellos que hace 4 días ponían flores en sus coches patrullas y le daban chocolate con melindros cuando se personaron en los colegios durante el 1-O. Cuando diga que tengo amigos en la Guardia Civil o en el CNP, ni te cuento.), me dijo que la diferencia entre el anarquismo y la democracia, son los antidisturbios.

No le respondí. Hinché los pulmones y traté de situarme ante esa afirmación sin, hasta el momento, haberlo conseguido. Sí sé que los que me situaron 25 años atrás en la lista negra de periodistas que redactó Pujol, y recientemente en la lista negra de la policía patriótico-fascista, ahora van a subrayar mi nombre en la lista negra de los antisistema. Triste, pero idéntica xenofobia. Aguantaremos. Ladran luego…