Me está costando mucho estos días convencer a mi gente de cumplir las recomendaciones sanitarias. Empiezan a mirarme con desconfianza y de forma huidiza cuando intento explicar que mantener la prudencia es la manera más responsable de actuar, por ellos, por nosotros, y por todos. Los focos sobre los rebrotes están puestos en las reuniones familiares, en los comportamientos asociados al ocio y en la actuación individual de la población, sin asumir las responsabilidades propias de las administraciones para evadirlas y poder desviar la atención.

Se estigmatiza a quien resulta contagiado por haber estado en una cena de cumpleaños o por haber asistido a un local de ocio nocturno donde ha habido un brote. Se asume que todo aquel contagiado en una de estas actividades ha cometido una imprudencia temeraria por hacer algo que está plenamente permitido sin entrar a valorar las responsabilidades de quien lo permite sabiendo que existe un riesgo asociado. ¿Por qué se llama irresponsable al que acude a una discoteca y se quita la mascarilla para beberse una copa en un sitio cerrado donde la música no permite hablar bajo a sus acompañantes a distancia? El ocio nocturno conlleva una actividad que es consustancial al contagio, es una irresponsabilidad mantener los locales abiertos, pero eso supondría que las administraciones tienen que cerrar una actividad económica completa. Un coste político enorme. Y prefieren decir que la culpa es del cliente.

La hegemonía neoliberal ha incrustado la autoexplotación y la culpa en los trabajadores, y ha sido su implementación tan profunda que ha alcanzado hasta las actitudes de los partidos progresistas, que en vez de favorecer un estado fuerte que proteja lo máximo posible a los ciudadanos ha decidido centrar su política en dejar a la libre interpretación de cada individuo la responsabilidad de su propio contagio.

Lo importante es que no pare la picadora, que la máquina siga quemando carbón y que tú, currela, nos protejas en el poco tiempo que el trabajo te deja libre

La culpa siempre para el individuo. Y para el trabajadador, que si se contagia es por su propia actitud, por no haber respetado la distancia de seguridad en un bar o por no haberse colocado bien la mascarilla en el transporte público antes de llegar a una oficina llena de gente en la que no puede saber si el aire acondicionado está programado de la manera óptima para reducir el riesgo de contagio. Así, si enfermas, siempre existe la posibilidad de culpar al trabajador por alguna negligencia propia. Nunca sabrás quién es el culpable, así que habrás sido tú. Por besar a tu madre, o bajar la guardia en una terraza con tus amigos.

Intentar convencer a alguien de que no salga a tomarse una cerveza después del trabajo, a quien a las siete de la mañana espera un tren que llega abarrotado de gente con una frecuencia que no solo no aumenta sino que sigue menguando sin importar la gente que atesta los andenes o una situación de pandemia, es tarea difícil. Tratar de que lo haga la camarera que con una mascarilla precaria se protege del contagio durante jornadas de catorce horas es misión imposible.

Se exige al que tiene poca capacidad para protegerse que lo haga para cuidarnos a todos cuando las administraciones están exculpándose con errores individuales y actitudes incívicas de unos pocos que les ayudan a cubrirse. Lo importante es que no pare la picadora, que la máquina siga quemando carbón y que tú, currela, nos protejas en el poco tiempo que el trabajo te deja libre. No sea irresponsable y no veas a tu familia después de trabajar, produce, no te contagies, es tu culpa.

Nada podemos hacer por ti.

La responsabilidad colectiva nace de las instituciones y desescala hasta el último de nosotros. No podemos librarnos de un comportamiento cívico que proteja a nuestros congéneres escudándonos en la inacción institucional, tenemos que ser mejores, pero no se puede tolerar que quien tiene que tomar decisiones que permita hacer más fácil nuestra salud se lave las manos dejando a la ciudadanía como única garante de la salud pública.