Una de las características del capitalismo tardío es la necesidad de incorporar las drogas para subsistir en el hábitat laboral. Cocaína para los brokers, lexatín para la clase obrera, y peyote para los madrileños. Madrid alucinógena, solo compatible con visiones distorsionadas y estados alterados de la conciencia. Primero una noria gigante, ahora una pirámide azteca de 30 metros para que Nacho Cano juegue a ser empresario cultural en Hortaleza. Un espacio donde sacrificar la cordura en lo alto de un altar de luces de neón al que acudir en coche para dejarlo en un amplio macroparking y atender al último delirio audiovisual. Un viaje narcotizante.

Nacho Cano es un señor raro. Aprovechado, pero raro. Un individuo que en el concierto homenaje a Miguel Ángel Blanco, con la familia delante solo días después de que ETA le asesinara, se marcó una performance mezcla de entusiasmo y elogio de la química en la que sudando, gritando y corriendo pedía a los asistentes que cantaran con él para que Miguel Ángel los oyera. "Más alto", pedía a la familia que cantara. A los padres, a la novia, a la hermana. Y ahí está, haciendo negocio con los impuestos de los madrileños después de aquella infamia.

Todo porque se ha hecho amigo de Isabel Díaz Ayuso. Ella le da premios, él le hace de propagandista con genuflexiones públicas que dejan todo perdido para que después la clase obrera feminizada que se dedica a la limpieza tenga que pasar la mopa y limpiar sus fluidos. Los de Ayuso le regalan una parcela para que haga negocio y él invita a su mansión de Ibiza a la presi para que descanse. 'Do ut des' se dice en latín, tú me rascas la espalda y yo te rasco la tuya se dice en español, para que Toni Cantó se gane el sueldo.

Cualquiera de esta correlación de hechos podrían indicar indicios de cohecho impropio, pero esto es Madrid, tierra de libertades, un lugar donde vemos los chanchullos en directo con la sensación de que en diez años se dirimirán en un juzgado. Pero así van tirando, y gobernando, año tras año, con los servicios de urgencias ambulatorias cerrados desde marzo pero los bares abiertos, con el tendido completo en las plazas de toros y la feria del libro con colas interminables por aforos imposibles.

Madrid es ese lugar de cemento y delirio donde en plena ola de calor la vicealcaldesa celebra la mayor operación asfalto de la historia a la vez que el alcalde cierra el único parque con sombras porque hace mucho flama. Lo cierra; porque hay árboles. Nosotros, ilusos madrileños, que pensábamos que los arboles servían para protegernos del sol. Madrid es un espacio de ocio y disfrute, un entorno de fiestas acabadas perpetuas donde el olor a meados, cerveza tirada y cascos esparcidos por la calle son el ambiente cotidiano. Un lugar en el que todo es susceptible de convertirse en espacio de jolgorio, hasta los atascos, donde las calles de Madrid, las más pobres, sirvieron de pista de snowboard durante 15 días tras Filomena. Ir a trabajar era contingente, pero hacer muñecos de nieve en Palomeras necesario.

Sufro mi madrileñía. No me escondo en mi pesar, es dolorosa. La oculto cuando salgo de estas tierras de anarquía para niños pijos y así no sentirme señalado. Quien manda en Madrid ha conseguido que nos odien allende Guadalajara. Ayuso celebra que todo el mundo quiere venir a Madrid, pero somos la única provincia que pierde población a miles. No conozco a nadie que pague impuestos en una nómina que tenga la posibilidad de plantearse dejar Madrid por motivos laborales y que no lo anhele como una aspiración temprana. Madrid como broma, como experiencia estupefaciente.